martes, 8 de abril de 2014

LA JUSTICIA COMUNITARIA COMO PRÁCTICA SOCIAL


UN HECHO FRECUENTE
Las últimas semanas la sociedad argentina ha iniciado un intenso debate sobre la generalización de la “justicia comunitaria” que la prensa ha denominado eufemísticamente “linchamientos”, “justicia por mano propia”, etc.

En verdad habría que comenzar por aclarar que el fenómeno no es nuevo. Desde hace algunos años, las crónicas periodísticas deban cuenta de hechos de violencia colectiva, contra supuestos violadores de menores. En ocasiones el castigo no se circunscribía a la persona del sospechoso, sino que afectaba también a su vivienda que resultaba destruida o quemada por la turba enardecida o incluso se dirigía contra las dependencias policiales más cercanas al lugar de algún hecho aberrante de inseguridad. Las autoridades policiales solían despertar la ira popular, la población los acusaba de falta de celo en sus funciones, corrupción y hasta connivencia con los delincuentes.
Esta violencia catárquica solía dejar un saldo de vidrios rotos, instalaciones saqueadas y algunos vehículos policiales incendiados. Normalmente los vándalos no sufrían ninguna consecuencia por sus acciones. La violencia colectiva, justificada o no, era interpretada por las autoridades nacionales como una forma de “protesta social”. Todos sabemos que en la Argentina de la Década Ganada no se puede criminalizar la protesta social.

En no pocos casos la violencia popular se volcaba sobre un delincuente o presunto delincuente sorprendido in fraganti delito y que no había podido huir. El desventurado caco solía sufrir una soberana tunada, la misma que antaño se propinaba al punguista –carterista- que era sorprendido desarrollando su oficio en un estadio de futbol durante un encuentro deportivo o en un transporte público. Claro que en algunos casos a los muchachos se les iba la mano y el ladrón sufría serias heridas o incluso moría.
En los últimos tiempos, con la multiplicación de los hechos delictivos, se incrementaron también las ocasiones en que los delincuentes caían en manos de sus víctimas, generalizándose las golpizas que en muchas ocasiones culminaban con el deceso del infortunado ladrón. Pero, como estos incidentes se producían por lo general en barrios marginales del Gran Buenos Aires y de otras ciudades del interior del país, la prensa en general daba escasa cobertura a los mismos. Golpizas y linchamientos pasaban mayormente desapercibidos para la opinión pública. No fue hasta que alguien registró en vídeo un apaleamiento y lo puso en la web que estos hechos tomaron transcendencia y escandalizaron a la opinión pública. Un apaleamiento que terminó en asesinato y otros dos incidentes ocurridos en el coqueto barrio de Palermo despertaron el repudio de una sociedad a la que le cuesta admitir su intensa quiebra moral.

Sociólogos, juristas y hasta filósofos trataron de explicar este fenómeno hablando desde sus ópticas particulares, así se mencionó la destrucción del tejido societario, la ruptura del pacto social, la responsabilidad que tenían en estos estallidos de violencia la ineficacia policial o la proliferación de las teorías del abolicionismo penal entre los fiscales y jueces que deben proteger los derechos de la víctimas frente a la proliferación del delito.
UNA VERDAD INCOMODA

No obstante, tales explicaciones suelen pasar por alto  que estos hechos forman parte de una creciente latinoamericanización de la sociedad argentina.
Aún a riesgo de ser considerado xenófobo debo señalar que durante todo el siglo XX la sociedad argentina tuvo características que la diferenciaban del resto de América Latina. Una impronta demográfica y cultural que la aproximaba más a las sociedades europeas que a sus vecinos de la América del Sur.

Esa situación cambió a partir de la crisis económica que estalló en diciembre del 2001. Desde entonces se dispararon los índices de pobreza y marginalidad. Abruptamente la mitad de la población argentina se empobreció. Aunque en los años posteriores los indicadores sociales mostraron una ligera recuperación, una tercera parte de la población había entrado en la pobreza y permanecería allí al menos por varias generaciones. Los índices de desarrollo humano elaborados por Naciones Unidas y los puntajes obtenidos en las pruebas educativas PISA no hacen más que confirmar esta realidad.
La Argentina de las oportunidades en que una generación era pobre o incluso marginal y la siguiente, gracias al esfuerzo conjunto de padres e hijos, ingresaba a la clase media profesional o incluso a la pequeña burguesía comercial, ha desaparecido para siempre. Ahora muchos de los dos millones de jóvenes que ni estudian ni trabajan nacen pobres, son hijos y nietos de pobres y casi con certeza serán padres de una nueva generación de pobres.

En forma paralela a la aparición de la pobreza estructural, el sistema educativo entró en crisis. Aunque las inversiones educativas se incrementaron la aplicación de políticas educativas erróneas y la concepción de que la escuela debía abandonar su carácter de institución educativa para convertirse en un ámbito de contención social deterioraron irremediablemente los niveles educativos. La escuela pública que había sido la cantera que brindó al país cinco premios nobel perdió además de su calidad educativa, su perfil formativo y socializador.
Pero estos no son los únicos indicadores de la latinoamericanización de la sociedad argentina. En las calles de nuestras ciudades prolifera el comercio informal, la venta de todo tipo de artículos falsificados, de dudosa procedencia y de pésima confección. Puestos de venta callejeros de alimentos ofrecen al público sus productos en condiciones de dudosa salubridad, mientras un ejército de mendigos, pobladores sin techo, limpiavidrios, “trapitos” y recicladores urbanos –es decir, cartoneros- se agolpan en las calles de nuestras ciudades.

Cientos de talleres textiles clandestinos donde dejan su salud trabajadores marginales reducidos casi a la servidumbre y los outlets de las grandes fábricas alimentan con sus productos a las ferias informales o “saladitas”. Abastecen al comercio minorista del interior del país y, en especial, a los miembros empobrecidos de la clase media que han debido resignarse a no usar productos de marca y recurren a las falsificaciones o los productos de segunda selección.
La pauperización de la clase media asalariada se percibe también en el deterioro que evidencia la vestimenta de los trabajadores urbanos que transitan por las calles del microcentro porteño.

Mientras los barrios populares se pauperizan, se multiplican las villas miserias y asentamientos, así como la población de los míseros inquilinatos y viviendas intrusadas en las grandes ciudades.
JUSTICIA POR MANO PROPIA

Los sectores más prósperos de la sociedad han abandonado el espacio público para atrincherarse en barrios cerrados, countries y shoppings donde son protegidos de la inseguridad por un ejército de guardias, alarmas y cámaras de seguridad.
Mientras que los no tan prósperos y en especial los pobres y marginales deben luchar en soledad con los delincuentes, ante la indiferencia de las autoridades que insisten en repetir la falacia de un relato que habla de “una década ganada” y parecen habitar en el país de nunca jamás.

La única alternativa para ellos consiste en seguir el mismo camino que los habitantes de otros países latinoamericanos recurrir a la “justicia comunitaria” y a las “milicias privadas” que actúan como grupos de autodefensa o simplemente como “escuadrones de la muerte”.
Las ejecuciones callejeras –por apaleamiento, linchamiento o incluso quemando vivos a los presuntos delincuentes- son prácticas comunes en la mayoría de los países sudamericanos. Constituyen una reacción emocional propia de sectores de la población con carencias educativas que descreen de los mecanismos de regulación institucional de las conductas antisociales y responden instintivamente a la violencia delictiva con más violencia.

El país que encabeza el ranking de linchamientos en la región es Guatemala, una sociedad que desde hace años sufre el azote de la violencia criminal desatada por las “Maras”, allí al menos 209 personas fueron ejecutadas en 2013, un 27% más de casos que el año anterior.
En segundo lugar se sitúa Bolivia con más de doscientas víctimas entre 2005 y 2013. En el país el Altiplano, la Constitución sancionada en 2009 reconoció la vigencia de la justicia de los pueblos indígenas. Este tipo de justicia acepta el linchamiento como un recurso válido a ser aplicado a los presuntos culpables sin ningún otro tipo de instancia judicial.

En Perú también la justicia comunitaria es legal. Allí una ley sancionada en el año 2002 legalizó también la justicia comunitaria en manos de los miembros de las llamadas “Rondas Campesinas”. Estos grupos parapoliciales apalean y cuelgan a ladrones y asesinos, incluso azotan públicamente a las prostitutas.
En Brasil, los grupos parapoliciales son conocidos como “milicias” están formadas por ex policías y suelen proteger a ciertos vecindarios que los contratan informalmente para protegerse del accionar de los grupos del narcotráfico y del vandalismo juvenil. Con frecuencia las milicias actúan como verdaderos “escuadrones de la muerte” que asesinan a los delincuentes reincidentes -especialmente a menores de edad- y dejan sus cadáveres expuestos en la vía pública a modo de advertencia para otros criminales.

En América Latina, cuando la marginalidad extrema y el narcotráfico agobian a la sociedad, cuando el Estado pierde el monopolio de la fuerza y cualquier elemento antisocial se siente con derecho a decidir sobre la vida y la propiedad de los demás, la sociedad se ve obligada a apelar a la violencia comunitaria y a la formación de milicias de autodefensa.
Los sucesos que se han difundido y debatido en las últimas semanas no son hechos aislados, son la explicitación de una tendencia que irá en incremento en tanto la sociedad argentina siga adoptando los rasgos dominantes en el resto de América Latina, la justicia tenga una “puerta giratoria” para los criminales y las autoridades nacionales no sepan –o no quieran- corregir el rumbo posicionando al Estado en el control de la seguridad.       

 

 

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