UN HECHO FRECUENTE
Las últimas semanas la sociedad argentina ha iniciado un intenso debate
sobre la generalización de la “justicia
comunitaria” que la prensa ha denominado eufemísticamente “linchamientos”, “justicia por mano propia”, etc.
En verdad habría que comenzar por aclarar que el fenómeno no es nuevo.
Desde hace algunos años, las crónicas periodísticas deban cuenta de hechos de
violencia colectiva, contra supuestos violadores de menores. En ocasiones el
castigo no se circunscribía a la persona del sospechoso, sino que afectaba
también a su vivienda que resultaba destruida o quemada por la turba enardecida
o incluso se dirigía contra las dependencias policiales más cercanas al lugar
de algún hecho aberrante de inseguridad. Las autoridades policiales solían
despertar la ira popular, la población los acusaba de falta de celo en sus
funciones, corrupción y hasta connivencia con los delincuentes.
Esta violencia catárquica solía dejar un saldo de vidrios rotos,
instalaciones saqueadas y algunos vehículos policiales incendiados. Normalmente
los vándalos no sufrían ninguna consecuencia por sus acciones. La violencia
colectiva, justificada o no, era interpretada por las autoridades nacionales
como una forma de “protesta social”.
Todos sabemos que en la Argentina de la Década Ganada no se puede criminalizar
la protesta social.
En no pocos casos la violencia popular se volcaba sobre un delincuente o
presunto delincuente sorprendido in fraganti delito y que no había podido huir.
El desventurado caco solía sufrir una soberana tunada, la misma que antaño se
propinaba al punguista –carterista-
que era sorprendido desarrollando su oficio en un estadio de futbol durante un
encuentro deportivo o en un transporte público. Claro que en algunos casos a
los muchachos se les iba la mano y el ladrón sufría serias heridas o incluso
moría.
En los últimos tiempos, con la multiplicación de los hechos delictivos, se
incrementaron también las ocasiones en que los delincuentes caían en manos de
sus víctimas, generalizándose las golpizas que en muchas ocasiones culminaban
con el deceso del infortunado ladrón. Pero, como estos incidentes se producían
por lo general en barrios marginales del Gran Buenos Aires y de otras ciudades
del interior del país, la prensa en general daba escasa cobertura a los mismos.
Golpizas y linchamientos pasaban mayormente desapercibidos para la opinión
pública. No fue hasta que alguien registró en vídeo un apaleamiento y lo puso
en la web que estos hechos tomaron transcendencia y escandalizaron a la opinión
pública. Un apaleamiento que terminó en asesinato y otros dos incidentes
ocurridos en el coqueto barrio de Palermo despertaron el repudio de una sociedad
a la que le cuesta admitir su intensa quiebra moral.
Sociólogos, juristas y hasta filósofos trataron de explicar este fenómeno
hablando desde sus ópticas particulares, así se mencionó la destrucción del
tejido societario, la ruptura del pacto social, la responsabilidad que tenían
en estos estallidos de violencia la ineficacia policial o la proliferación de
las teorías del abolicionismo penal entre los fiscales y jueces que deben
proteger los derechos de la víctimas frente a la proliferación del delito.
UNA VERDAD INCOMODA
No obstante, tales explicaciones suelen pasar por alto que estos hechos forman parte de una
creciente latinoamericanización de la
sociedad argentina.
Aún a riesgo de ser considerado xenófobo debo señalar que durante todo el
siglo XX la sociedad argentina tuvo características que la diferenciaban del
resto de América Latina. Una impronta demográfica y cultural que la aproximaba
más a las sociedades europeas que a sus vecinos de la América del Sur.
Esa situación cambió a partir de la crisis económica que estalló en
diciembre del 2001. Desde entonces se dispararon los índices de pobreza y
marginalidad. Abruptamente la mitad de la población argentina se empobreció.
Aunque en los años posteriores los indicadores sociales mostraron una ligera
recuperación, una tercera parte de la población había entrado en la pobreza y
permanecería allí al menos por varias generaciones. Los índices de desarrollo
humano elaborados por Naciones Unidas y los puntajes obtenidos en las pruebas
educativas PISA no hacen más que confirmar esta realidad.
La Argentina de las oportunidades en que una generación era pobre o incluso
marginal y la siguiente, gracias al esfuerzo conjunto de padres e hijos,
ingresaba a la clase media profesional o incluso a la pequeña burguesía comercial,
ha desaparecido para siempre. Ahora muchos de los dos millones de jóvenes que
ni estudian ni trabajan nacen pobres, son hijos y nietos de pobres y casi con
certeza serán padres de una nueva generación de pobres.
En forma paralela a la aparición de la pobreza estructural, el sistema
educativo entró en crisis. Aunque las inversiones educativas se incrementaron
la aplicación de políticas educativas erróneas y la concepción de que la
escuela debía abandonar su carácter de institución educativa para convertirse
en un ámbito de contención social deterioraron irremediablemente los niveles
educativos. La escuela pública que había sido la cantera que brindó al país
cinco premios nobel perdió además de su calidad educativa, su perfil formativo
y socializador.
Pero estos no son los únicos indicadores de la latinoamericanización de la
sociedad argentina. En las calles de nuestras ciudades prolifera el comercio
informal, la venta de todo tipo de artículos falsificados, de dudosa
procedencia y de pésima confección. Puestos de venta callejeros de alimentos
ofrecen al público sus productos en condiciones de dudosa salubridad, mientras
un ejército de mendigos, pobladores sin techo, limpiavidrios, “trapitos” y recicladores urbanos –es
decir, cartoneros- se agolpan en las calles de nuestras ciudades.
Cientos de talleres textiles clandestinos donde dejan su salud trabajadores
marginales reducidos casi a la servidumbre y los outlets de las grandes fábricas alimentan con sus productos a las
ferias informales o “saladitas”. Abastecen
al comercio minorista del interior del país y, en especial, a los miembros
empobrecidos de la clase media que han debido resignarse a no usar productos de
marca y recurren a las falsificaciones o los productos de segunda selección.
La pauperización de la clase media asalariada se percibe también en el
deterioro que evidencia la vestimenta de los trabajadores urbanos que transitan
por las calles del microcentro porteño.
Mientras los barrios populares se pauperizan, se multiplican las villas
miserias y asentamientos, así como la población de los míseros inquilinatos y
viviendas intrusadas en las grandes ciudades.
JUSTICIA POR MANO PROPIA
Los sectores más prósperos de la sociedad han abandonado el espacio público
para atrincherarse en barrios cerrados, countries y shoppings donde son
protegidos de la inseguridad por un ejército de guardias, alarmas y cámaras de
seguridad.
Mientras que los no tan prósperos y en especial los pobres y marginales
deben luchar en soledad con los delincuentes, ante la indiferencia de las
autoridades que insisten en repetir la falacia de un relato que habla de “una década ganada” y parecen habitar en
el país de nunca jamás.
La única alternativa para ellos consiste en seguir el mismo camino que los
habitantes de otros países latinoamericanos recurrir a la “justicia comunitaria” y a las “milicias
privadas” que actúan como grupos de autodefensa o simplemente como “escuadrones de la muerte”.
Las ejecuciones callejeras –por apaleamiento, linchamiento o incluso
quemando vivos a los presuntos delincuentes- son prácticas comunes en la
mayoría de los países sudamericanos. Constituyen una reacción emocional propia
de sectores de la población con carencias educativas que descreen de los
mecanismos de regulación institucional de las conductas antisociales y
responden instintivamente a la violencia delictiva con más violencia.
El país que encabeza el ranking de linchamientos en la región es Guatemala,
una sociedad que desde hace años sufre el azote de la violencia criminal
desatada por las “Maras”, allí al
menos 209 personas fueron ejecutadas en 2013, un 27% más de casos que el año
anterior.
En segundo lugar se sitúa Bolivia con más de doscientas víctimas entre 2005
y 2013. En el país el Altiplano, la Constitución sancionada en 2009 reconoció
la vigencia de la justicia de los pueblos indígenas. Este tipo de justicia
acepta el linchamiento como un recurso válido a ser aplicado a los presuntos
culpables sin ningún otro tipo de instancia judicial.
En Perú también la justicia comunitaria es legal. Allí una ley sancionada
en el año 2002 legalizó también la justicia comunitaria en manos de los
miembros de las llamadas “Rondas
Campesinas”. Estos grupos parapoliciales apalean y cuelgan a ladrones y
asesinos, incluso azotan públicamente a las prostitutas.
En Brasil, los grupos parapoliciales son conocidos como “milicias” están formadas por ex
policías y suelen proteger a ciertos vecindarios que los contratan
informalmente para protegerse del accionar de los grupos del narcotráfico y del
vandalismo juvenil. Con frecuencia las milicias actúan como verdaderos “escuadrones de la muerte” que asesinan
a los delincuentes reincidentes -especialmente a menores de edad- y dejan sus
cadáveres expuestos en la vía pública a modo de advertencia para otros
criminales.
En América Latina, cuando la marginalidad extrema y el narcotráfico agobian
a la sociedad, cuando el Estado pierde el monopolio de la fuerza y cualquier
elemento antisocial se siente con derecho a decidir sobre la vida y la
propiedad de los demás, la sociedad se ve obligada a apelar a la violencia
comunitaria y a la formación de milicias de autodefensa.
Los sucesos que se han difundido y debatido en las últimas semanas no son
hechos aislados, son la explicitación de una tendencia que irá en incremento en
tanto la sociedad argentina siga adoptando los rasgos dominantes en el resto de
América Latina, la justicia tenga una “puerta
giratoria” para los criminales y las autoridades nacionales no sepan –o no
quieran- corregir el rumbo posicionando al Estado en el control de la
seguridad.
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