Si algo ha demostrado Cristina Fernández de Kirchner es una enorme vocación
de poder, es por eso que ni ella ni nadie se la imagina retirándose, en 2015, a
cuidar los nietos y admirar el glaciar Perito Moreno en su “rincón en el mundo” como ella denomina a la localidad patagónica
de Calafate.
En realidad Cristina será una mujer aún joven con 62 años al finalizar su
segundo mandato puede aspirar normalmente a dos nuevos mandatos a partir de
2019. El lector sabe que ahora los sesenta son los nuevos cincuenta y después
de todo Ronald Reagan asumió su primera presidencia con 73 años, sobrevivió a
las heridas provocadas por un atentado contra su vida y cumplió dos mandatos
presidenciales. Hipólito Yrigoyen asumió su segunda presidencia con 76 años y
probablemente la hubiera completado en 1934 si no se hubiera cruzado en su
camino el general José F. Uriburu, en 1930. Incluso Juan D. Perón asumió su
tercera presidencia a los 77 años (en realidad tenía 79), aunque no logró
concluirla.
Así, que de no mediar alguna complicación médica o un inoportuno infortunio
Cristina Kirchner, por ese entonces con 66 años, podría muy bien aspirar a dos
nuevos mandatos antes de concluir su vida pública. Para ello, además de suerte
y votos, Cristina necesita una especie de “delegado
personal” para que le cuide el sillón presidencial entre 2015 y 2019.
Alguien que cumpla el mismo papel que Héctor J. Cámpora desempeñó para Perón a
comienzos de la década de los años sesenta. Alguien que tenga la cuota exacta
de la lealtad servil y obediencia suicida que en su momento demostró el
odontólogo de San Andrés de Giles.
Repasemos un poco la historia para los desmemoriados o mejor aún para los
lectores que tuvieron la fortuna de no haber vivido esos sucesos porque aún no
habían nacido.
LA HISTORIA DEL TÍO CÁMPORA
En 1966, los militares dieron un golpe de Estado desplazando de la
presidencia al radical Arturo U. Illia e inauguraron una “dictablanda” –no tan blanda- que denominaron “Revolución Argentina”. El verdadero propósito que guiaba a los
militares golpistas era impedir que el presidente Illia levantara la
proscripción impuesta por las FF. AA. al peronismo y convocará a elecciones
libres. Los militares estaban determinados a impedir que Juan D. Perón
retornara al país y mucho más a que volviera a ser presidente. Si era
necesario, las FF. AA. harían el supremo sacrificio de gobernar el país por los
siguientes veinte años hasta que Perón muriera en su exilio madrileño. Ustedes
saben por aquello de “muerto el perro…”
El plan era bueno, pero siempre que el pobre se divierte el diablo mete la
cola. Era la muy convulsionada década de los sesenta con sus minifaldas, pelo
largo y The Beatles. Cuando el Che Guevara
y su “Armada Bracaleone” caminaban
hacia la muerte en Bolivia, cuando el Mayo
Francés del 68 alentaba las rebeldías juveniles y Fidel Castro financiaba y
armaba a cuanto grupo de inconformes quería jugar a la “lucha armada” en América Latina.
El descontento juvenil era fogoneado por un gobierno militar que
consideraba al país como un inmenso cuartel, mandaba a la policía a apalear a
los estudiantes de la UBA en la “noche de
los bastones largos”, clausuró el arte del Instituto Di Tella, censuró hasta
al caustico humor de Tía Vicenta,
desconfiaba del cabello demasiado largo, de las faldas demasiado cortas y de
los pantalones demasiado anchos –“pata de
elefante”- que por entonces vendía la tradicional sastrería Thompson y Williams.
En este contexto la paz social no podía durar mucho y no duró. En mayo de
1969 se incendió Córdoba y las llamas de la insurrección se propagaron por el
resto del país. Amplios sectores de la izquierda interpretaron que estaban
dadas las “condiciones objetivas”
para que la revolución triunfara y se sumaran también a la “lucha armada”.
Pronto el país se vio azotado por un vendaval de “copamientos” a localidades, ataques a cuarteles y dependencias
policiales, secuestros extorsivos, asesinatos, atentados explosivos, robos a
entidades bancarias y camiones de transporte de caudales.
Las huelgas, protestas estudiantiles y acciones guerrilleras sacudieron al
país. Pronto los militares más lúcidos entendieron el mensaje. Había algo peor
que el regreso de Perón y era que el viejo líder –que después de todo era un
militar, aunque algo fascista y sobre todo anticomunista- muriera en el exilio
y que esos jóvenes que atacaban cuarteles en nombre del peronismo –aunque
conocían más de las ideas de Marx que de las “Veinte verdades peronistas” o de la “Comunidad Organizada”- mientras practicaban el foquismo castro-guevarista, se
convirtieran en sus herederos.
Era necesario que el viejo general desenmascarase a estos “infiltrados” que practicaban el entrismo en el peronismo. Claro está que
Perón no estaba dispuesto a realizar esta concesión en forma gratuita. Él tenía
su precio, con más de setenta años a cuestas, pretendía retornar al país y
recobrar su lugar en la historia antes de morir.
Comenzó así una interesantísima puja de poder entre dos generales.
Alejandro A. Lanusse, el último gran caudillo militar, por ese entonces
Comandante en Jefe del Ejército y presidente de facto de la Argentina por un
lado. En el otro rincón se situaba, Juan D. Perón dos veces presidente de la
Nación y desde hacía 17 años forzado a vivir en el exilio por sus propios
camaradas de las FF. AA.
Si bien Lanusse controlaba a las FF. AA. había un sector de los uniformados
que desconfiaba de sus verdaderas intenciones. No sospechaban que Lanusse
tuviera alguna simpatía secreta hacia Perón. Sabían que siempre había sido un “gorila” consumado. Había participado
del intento de golpe de Estado encabezado por el general Benjamín Menéndez en
1951. Tras el fracaso de la intentona purgó cuatro largos años de cárcel en
duras condiciones tanto para él como para su familia. La Revolución Libertadora, en septiembre de 1955, lo reintegró a las
filas del Ejército pero el rechazo al peronismo lo acompañaría por el resto de
sus días.
Pero algunos militares creían que era demasiado blando al tratar con Perón
o incluso que el viejo general era más astuto que él y que había logrado
llevarlo a su juego. Otros militares desconfiaban de Lanusse por razones aún
más sólidas. Sabían de su aspiración –no demasiado secreta- a convertirse en el
próximo presidente constitucional. Lanusse intentaba repetir la experiencia de
Agustín P. Justo que se alzó con la presidencia en 1932 con una combinación de
fraude electoral y proscripción al radicalismo, en ese entonces la fuerza
populista con mayor caudal electoral. De ser necesario, también podía recurrir
a la treta de Arturo Frondizi, en 1958, que negoció un “pacto electoral” con Perón, donde este puso los votos y Rogelio
Frigerio y un grupo de empresarios amigos financiaron el exilio de Perón en
España.
Todo el entramado de Lanusse dio en llamarse “Gran Acuerdo Nacional” –GAN-, pero como dijo Perón sobre él: “sólo estuvo en la mente de algunos…”
Lo cierto es que mientras Lanusse y Perón jugaban a las escondidas
cambiándose enviados oficiales y oficiosos, ofertas económicas, amenazas y
denuncias ante la prensa. En Argentina los tiempos se acortaban, la violencia
de la guerrilla aumentaba sin tregua y la paciencia de los militares se
agotaba.
Finalmente, en julio de 1972, Lanusse se vio obligado a terminar con la
farsa y a poner reglas claras. Proscribió a Perón al precio de su propia
proscripción.
En un durísimo discurso pronunciado en el Colegio Militar de la Nación el
27 de julio, dijo la histórica frase de que a Perón no le da el cuero para
regresar al país. El 7 de julio el gobierno militar había establecido que
quienes aspirarán a ocupar cargos electivos en el próximo gobierno
constitucional debían renunciar a sus cargos en el gobierno de facto y residir
en el país a partir del 25 de agosto de ese año y hasta las elecciones
nacionales previstas para el 11 de marzo de 1973.
Lanusse no abandonaría la presidencia de facto y por tanto no sería
candidato presidencial. Si Perón quería ser candidato debería regresar al país
y permanecer en él hasta el día de los comicios. En esta forma, una vez
confirmada la voluntad de Perón de volver a ser presidente, los militares
siempre podrían anular las elecciones con cualquier excusa e incluso detener y
confinar al viejo general. Parecía la trampa perfecta para impedir a Perón ser
presidente, pero ni Lanusse ni el resto de lo militares antiperonistas contaron
con que el viejo líder sacaría de su manga a Cámpora.
Hasta ese momento, Héctor J. Cámpora era el Delegado Personal de Perón. Una suerte de mensajero que llevaba
las órdenes del general a los miembros del movimiento y le comunicaba a él
conversaciones reservadas que mantenía en su nombre con otros dirigentes
políticos no peronistas y especialmente con los miembros de la Junta Militar.
La gran ventaja que Cámpora tenía frente a otros dirigentes justicialistas para
Perón, era su lealtad y obsecuencia casi perruna y el hecho de que carecía casi
de amigos o apoyos dentro del peronismo. Cámpora, en 1943, era el intendente conservador
de la pequeña localidad bonaerense de San Andrés de Giles, fue uno de los
primeros en comprender que el joven coronel Perón era la figura política más
prometedora del momento. Luego la amistad de su esposa con Evita y sus
recorridas por la noche porteña junto a Juancito Duarte lo convirtieron en
presidente de la Cámara de Diputados donde supo disciplinar con mano de hierro
a figuras políticas del naciente peronismo de mucho mayor talento y experiencia
que él.
En 1952, tras la muerte de Evita y al poco tiempo el “suicidio” de Juan
Duarte su estrella política se apagó. Luego en 1955 conoció la cárcel,
participó de la histórica fuga del Penal de Usuahía junto a Jorge Antonio, John
W. Cooke y Guillermo Patricio Kelly. Gracias a una amnistía sancionada por el
presidente Arturo Frondizi retornó a San Andrés de Giles y a su profesión de
odontólogo.
En 1971, Perón lo rescató de su ostracismo político nombrándolo Delegado Personal en reemplazo de Daniel
Paladino que había sucumbido a los encantos y promesas de Alejandro Lanusse.
Los dirigentes históricos del peronismo recordaban su paso por la Cámara de
Diputados además de sus vínculos con Juan Duarte y lo despreciaban. Los sindicalistas
le reprochaban que se hubiera mantenido apartado de la “resistencia peronista” durante los años más duros y por otra
parte, tenían su propio candidato: Antonio Cafiero.
Así que Cámpora haría todo lo que Perón le indicara y sólo lo que Perón le
indicara, además, cualquier amago eventual de rebeldía carecería de apoyos
dentro del peronismo.
Entonces Perón decidió convertir a Cámpora en presidente de la Nación. Pero
no por cuatro años –Perón no disponía de tanto tiempo ni de tanta paciencia-
sino tan solo por algunos meses. Después que los militares entregaron el
gobierno y retornaron a los cuarteles, Perón, juzgando acertadamente de que las
FF. AA. no contaban con apoyo para dar un nuevo golpe de Estado, desplazó a
Cámpora –al que mando de embajador a México para sacarlo del país- y se instaló
cómodamente en el sillón de Rivadavia. Inmediatamente metió en cintura a la “tendencia revolucionaria” que había
osado desafiarlo –asesinando a José I. Rucci- y a la que hizo pasar en menos de
un año de “juventud maravillosa” a “infiltrados”. Pero eso es otra
historia.
TRAGARSE EL SAPO
Es por todo eso que Cristina Kirchner debería buscar su propio Cámpora, un
dirigente kirchnerista lo suficientemente fiel y carente de apoyos políticos
dentro del peronismo como para no alimentar ningún sueño de independencia o
permanencia una vez instalado en la presidencia. El problema para Cristina es
que ninguno de sus posibles herederos cumple con estas condiciones. Todos
tienen algún defecto: o no son lo suficientemente dóciles, o no son totalmente
dependientes de su influencia o son demasiado ambiciosos y alimentan su natural
paranoia.
Daniel Scioli, el kirchnerista con mayores posibilidades electorales para
sucederla es quien despierta mayor desconfianza en ella. Por un lado lo
considera muy poco kirchnerista y sabe que el gobernador de la provincia de
Buenos Aires dice a quien quiera escucharlo –tanto dentro como fuera del país-
que una vez en la presidencia corregirá los “errores”
de Cristina.
Además, Scioli es resistido por la mayoría de los dirigentes kirchneristas,
por las organizaciones de derechos humanos y por los jóvenes de la Cámpora.
Difícilmente los sectores de izquierda que hoy apoyan al “modelo” acaten disciplinadamente la orden de apoyar la candidatura
del gobernador bonaerense.
El resto de los candidatos, como el entrerriano Sergio Uribarri, el
ministro del Interior Florencio Randazzo o el inefable Aníbal Fernández, no
despiertan la adhesión de nadie ni siquiera la de ella.
Por lo tanto, sin un Cámpora, Cristina no tendrá candidato y sin un
candidato presidencial amigo tampoco podrá aspirar a una banca en el Senado de
la Nación que la proteja de la persecución judicial después de diciembre de
2015, mucho menos tendrá posibilidad de retornar al poder en 2019.
Quizá después de todo será preferible para asegurar su futuro que Cristina
tome valor, se “trague el sapo” y
apoye la candidatura de Daniel Scioli como el mal menor.
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