martes, 8 de mayo de 2012

EL ESTILO POLÍTICO RADICAL 1890 - 1930

EL ESTILO POLÍTICO RADICAL

EL NACIMIENTO DE LA UNIÓN CÍVICA RADICAL


Si bien la modificación de la legislación electoral realizada en el año 1912 -al poner fin al fraude electoral sistemático-, posibilitó la aparición de un nuevo estilo político en la sociedad argentina, conformado sobre la base de las prácticas políticas implementadas por los integrantes de la Unión Cívica Radical. Dicho estilo no surge espontáneamente con la promulgación de la Ley Sáenz Peña, sino que se va conformando a través de los veinticinco años de contienda política que desarrolla el radicalismo desde su nacimiento hasta alcanzar por primera vez el gobierno de la Nación. Veamos pues, cual fue la génesis histórica y las principales características de este estilo.

La Unión Cívica Radical es el primer partido político -y el más antiguo de los existentes en la actualidad- que merece tal denominación en nuestro país. Los orígenes del partido se encuentran en la depresión económica y la oposición política al presidente Miguel Juárez Celman del año 1890.

    Tal como hemos visto en el capitulo precedente, en 1889 se había conformado un grupo de oposición a este mandatario en la ciudad de Buenos Aires, con el nombre de "Unión Cívica de la Juventud"; al año siguiente al ampliar su base de apoyo popular, este grupo pasó a denominarse simplemente "Unión Cívica". En el mes de julio de 1890, la Unión Cívica preparó una revuelta de carácter cívico - militar contra el presidente en la ciudad capital, que si bien no consiguió apoderarse del Gobierno, obligó a aquél a dimitir. Un año más tarde, con motivo de las candidaturas para la renovación presidencial, la Unión Cívica se dividió. Este fue el punto de partida de la "Unión Cívica Radical", bajo la jefatura de Leandro N. Alem.

Leandro N. Alem, fue un político de atormentada y trágica vida. En su juventud tuvo que afrontar terribles adversidades desde la muerte de su padre Leandro Antonio fusilado por mazorquero, junto al célebre comisario Cuitiño de triste fama, después de la batalla de Caseros. No obstante, logro superar todos los reveses y recibirse de abogado. Después de un rápido paso por la diplomacia se orientó decididamente hacia la política. Uno de los mejores oradores de su tiempo, adhirió al sector duro del “alsinismo” y pronto se convirtió en un caudillo popular conocedor de los secretos de la política criolla de su tiempo. Así fue desarrollando una especial habilidad para arreglar resultados electorales.

Alem era caudillo en Balvanera,  un barrio de los confines de la ciudad de Buenos Aires que por entonces tenía fama de bravío. Valiéndose de apoyo de las “barras de muchachos”, especialmente de su hijo Lucio y de sus dos sobrinos Hipólito y Roque, se hizo experto en conducir  gente a las urnas, rodearlas, impedir la entrada de los rivales –en muchas ocasiones a fuerza de revólveres y facones- , cuando no clausurando la votación en forma anticipada. Durante los cinco años que transcurrieron entre la Revolución del Parque y su suicidio en 1896, el caudillo de Balvanera condujo a su partido infructuosamente a la conquista del poder a través de sucesivos intentos de golpe de Estado cívico militares.

La aparición de la Unión Cívica, que daría origen al partido radical un año más tarde, no se debió a un aumento en la participación política de los sectores populares sino en la actividad desarrollada por ciertos segmentos de la elite tradicional. Esos grupos estaban enfrentados con el gobierno de Miguel Juárez Celman. El presidente al apoyarse en dirigentes provenientes de grupos del interior del país –en especial de Córdoba- había excluido a la elite bonaerense de los cargos públicos y los favores oficiales.

De alguna manera el nacimiento de la Unión Cívica Radical expresa la incapacidad del presidente Juárez Celman para administrar un adecuado reparto del poder –cargos públicos y patronazgo oficial- entre los distintos grupos de la elite. Algunos de estos grupos cultivaban sus reproches contra el sistema roquista desde los tiempos en que gobernaba el general Julio A. Roca. Pero el clima general de prosperidad y hábil conducción del “Zorro” les habían restado consenso social.

Estos sectores ganaron protagonismo cuando la crisis socioeconómica y el distanciamiento con Roca erosionaron el sustento político de que gozaba Miguel Juárez Celman. 

    El grupo más relevante de la coalición antijuarista estaba integrado por jóvenes universitarios, los creadores de la Unión Cívica de la Juventud en 1889. Estos jóvenes no pertenecían a los estratos medios urbanos sino que eran en su mayoría hijos de familias que integraban la elite, cuya carrera política y de Gobierno había sido puesta en riesgo por la forma en que Juárez Celman distribuía los favores oficiales. Su programa político era de carácter ligeramente reformista. En esencia se limitaban a exigir el cumplimiento de los principios democráticos proclamados en la Constitución Nacional.

    El segundo grupo integrante de la coalición estaba formado por varios sectores que respondían a diferentes caudillos y que controlaban la vida política en la Capital Federal y en gran parte de la provincia de Buenos Aires. Eran políticos en disponibilidad unidos por el rasgo común de no estar usufructuando cargos públicos. Compartían con el grupo anterior su resentimiento por haber sido excluidos de los beneficios oficiales. Ese común resentimiento sería la base de su alianza.

     Cabe distinguir dentro del segundo grupo la existencia de dos sectores. El primero conducido por un veterano  y  prestigioso líder político, el general Bartolomé Mitre  -quien buscaba infructuosamente su segunda presidencia-. Mitre mantenía fuertes vínculos con la elite tradicional, en especial con los sectores de importadores y comerciantes de la ciudad de Buenos Aires. El otro subgrupo era liderado por una figura relativamente nueva en la política argentina, el caudillo autonomista Dr. Leandro N. Alem, quien contaba con el apoyo de cierto número de hacendados. Alem era esencialmente un caudillo urbano cuya reputación política provenía en parte de la atracción que ejercía un cierto aire romántico   que emanaba de su figura y, por otra parte de, la anteriormente mencionada, habilidad para organizar a los votantes y arreglar –algunas veces en forma fraudulenta-  el resultado de las elecciones, especialmente en los barrios marginales de la ciudad.  

La coalición antijuarista terminaba de conformarse con el aporte de grupos católicos enfrentados con el Poder Ejecutivo a causa de cierta legislación liberal y anticlerical que Juárez Celman había impulsado. Finalmente la Unión Cívica contaba con la simpatía y adhesión de algunos miembros de los estratos medios de la Capital Federal, sobre todo pequeños comerciantes y dueños de talleres artesanales. Pero la presencia de éste último grupo no impedía que el movimiento estuviese firmemente controlado por los elementos pertenecientes a la elite, a quienes los católicos y los sectores medios quedaban subordinados.

    Lo novedoso de la Unión Cívica radicaba en su tentativa de movilizar en su favor a la población urbana. Para ello acusó al Gobierno de emitir papel moneda en forma clandestina y comenzó a luchar por la adopción del gobierno representativo contra la "dictadura" de Juárez Celman. La campaña no tuvo un éxito descollante; el apoyo popular con que contaba la Unión Cívica era en extremo incierto y no logró establecer una base institucional. El desencanto con respecto al Gobierno era una expresión efímera de la crisis económica y no una demanda autónoma en favor de los cambios institucionales que la Unión Cívica prometía. El ímpetu con que los grupos de la elite procuraron crear una coalición popular se estrelló contra una tibia respuesta de los habitantes de la ciudad.

Siendo tan débil el desafío representado por la Unión Cívica, la “Revolución del Parque” fracasó, y en vez de producirse grandes cambios, quedó abierto el camino para que la solución viniera por vía de un simple ajuste de la distribución del patronazgo oficial dentro de la elite. Luego de la caída de Juárez Celman, el nuevo presidente, el doctor Carlos Pellegrini, captó la buena voluntad de los grupos influyentes de la Unión Cívica mediante el simple expedienté de asignar de otra manera los cargos públicos. El general Bartolomé Mitre, por ejemplo, quedó muy satisfecho con una solución de esta especie. El presidente Pellegrini adoptó también rápidas medidas en el plano económico que eliminaron en forma efectiva el descontento popular. Estos éxitos son un reflejo de la vigencia que por ese entonces tenía el estilo político de los notables.

En el año 1891, el proceso de reorganización interna de la elite estaba virtualmente concluido. Todas las facciones con real predicamento habían sido atraídas por el Gobierno, que sólo dejó fuera a los grupos carentes de poder. Fue este el momento en que surgió la Unión Cívica Radical. Leandro N. Alem y sus partidarios se vieron excluidos del proyecto de Carlos Pellegrini y por consiguiente forzados a continuar su búsqueda de sustento popular y de una base de masas. Alem denunció los acuerdos entre el presidente Carlos Pellegrini y el general Bartolomé Mitre, se retiró de la Unión Cívica y se proclamó defensor de la democracia radical.

El nuevo partido se hallaba integrado básicamente por grupos provenientes de la elite y que por una u otra razón estaban descalificados, a causa de sus vínculos anteriores, para unirse a Mitre, Pellegrini o Roca. En términos regionales o de posición social poco había en ellos que los diferenciase de sus rivales. A ellos se sumaban, inicialmente en forma incipiente pero a partir de 1900 en forma cada vez más pronunciada, los grupos provenientes de los estratos medios urbanos.

    En los cinco años siguientes Leandro N. Alem se esforzó por conquistar apoyo popular y obtener los medios para organizar una rebelión que pudiera triunfar; pero el descontento del pueblo continuó diluyéndose ante el clima general de prosperidad, y sus intentos de obtener el apoyo de los grupos de hacendados fuera de Buenos Aires terminaron en un virtual fracaso. La elite controlaba férreamente la situación.

De manera que pese a todos los esfuerzos de Leandro N. Alem, los remanentes de adhesión popular que los radicales habían heredado de la Unión Cívica se diluyeron, y hacía 1896 no era más que un grupo minúsculo en el extremo del espectro político.

    Durante casi todo el período que se extendió entre el suicidio de Leandro Alem y la muerte de Aristóbulo del Valle, en 1896, y 1905, el radicalismo perdió posiciones. Inicialmente, la dirección del partido quedó en manos del antiguo ministro de Juan Manuel de Rosas, Bernardo de Irigoyen.  Como se mencionara el capítulo anterior, la Unión Cívica Radical quedó dividida entre “bernardistas” e “hipolítistas”. Mientras que Bernardo de Irigoyen prefirió llegar a un acuerdo con el roquismo que le permitió convertirse en gobernador de la provincia de Buenos Aires –1898 / 1902-, Hipólito Yrigoyen, por el contrario eligió la intransigencia y los complots con sectores de las fuerzas armadas como camino hacia el poder.

Hasta el final del siglo XIX, los sucesos más destacados fueron, en primer lugar, la consolidación de Hipólito Yrigoyen como sucesor de Alem y, en segundo lugar el hecho de que el eje central del partido se ubicó en la provincia de Buenos Aires. Esto tuvo significación porque cuando el partido comenzó finalmente a expandirse, el grupo de Buenos Aires conducido por Yrigoyen, lo mantuvo bajo su control, incorporando poco a poco a las filiales provinciales en una organización nacional.

Durante los años de transición, especialmente durante las presidencias de Figueroa Alcorta y Roque Sáenz Peña, los notables trataron sin éxito de cooptar al grupo radical. Tanto Carlos Pellegrini como Marcelino Ugarte intentaron arribar a acuerdos con Hipólito Yrigoyen, pero no consiguieron llegar a un entendimiento con él. La convicción moral y la obsesión por el poder de Yrigoyen coincidía con profundos sentimientos populares, deseos de renovación, y aspiraciones de una participación política social de nuevos sectores de la población argentina contribuyeron a convertirlo en un líder regenerador, o “reparador” de la nacionalidad. Existía una “causa”, que enfrentaba al “régimen” corrupto.

Alrededor del año 1903, Hipólito Yrigoyen, comenzó a planear otra revuelta. Revitalizó sus contactos con las provincias y retomó la fundación de clubes partidarios en la ciudad y la provincia de Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos y Mendoza. Sin embargo, el descontento se limitaba todavía a ciertos grupos restringidos -estudiantes, oficialidad joven del Ejército-, por lo tanto, el intento de coup d'etat, que se concretó en febrero de 1905, representó un fracaso todavía mayor que los precedentes, poniendo de manifiesto que si bien los radicales habían conseguido cierto apoyo militar, los altos mandos del Ejército seguían adhiriendo a la elite gobernante.

Pero si bien el movimiento militar fracasó, tuvo un importante efecto, al permitir que el radicalismo se diera a conocer a una nueva generación para la cual los acontecimientos de la década del noventa se perdían en el tiempo como un hecho borroso; también posibilitó, a partir de una ignominiosa y total derrota, el comienzo de un proceso que culminará con la victoria radical en las elecciones presidenciales de 1916.



LA CONFORMACIÓN DEL ESTILO RADICAL


    Entre el intento de golpe de Estado de 1905 y la reforma electoral de 1912 los radicales avanzaron a grandes pasos en el reclutamiento del favor popular. Esta vez sus organizaciones provinciales y locales no desaparecieron como había sucedido después de las revueltas de la década del noventa, sino que comenzaron a expandirse. En estos años quedó constituido un conjunto de dirigentes locales intermedios, en su mayoría hijos de inmigrantes. El grueso de los líderes pertenecía a los estratos medios urbanos del partido. Estos tendrían gran importancia después de 1916 y se incorporaron al radicalismo entre 1906 y 1912. La mayor parte de ellos eran profesionales urbanos con título universitario. 

Hacia el año 1908 los elementos de base, anteriormente conformados con los "Clubes de Notables" ya descriptos, pasaron a constituirse en un nuevo tipo de elemento "El Comité". En esta forma el radicalismo asume las formas particulares en materia organizativa que caracterizaron a los partidos liberales europeos, ligados al igual que la Unión Cívica Radical, a la vigencia del sufragio universal. Esto implica, evidentemente, un mayor grado de racionalidad y representatividad en la vida política con respecto a las normas que regían al estilo político imperante anteriormente.

Así, el Artículo 1º, del Título 1º de la Carta Orgánica de 1892, establecía: "La Unión Cívica radical será gobernada por una Convención Nacional, por convenciones de la Capital y de las provincias". De esta manera, teniendo como elemento de base el comité, el radicalismo se organiza de acuerdo con las exigencias que planteará a los partidos la nueva situación institucional, apareciendo como la primera agrupación de base amplia que conoce el país.   Por ese medio el partido se propone dar a conocer nuevas elites, cuyo prestigio descansa  ahora en el respaldo de una estructura mayoritaria cómo única forma de competir frente al público electoral con los notables, ya conocidos por la población. Desde luego que esta estructuración tiene limitaciones propias de su situación embrionaria. Maurice Duverger las ha señalado con claridad: "En suma, el comité tiene un carácter semipermanente; no es ya una institución ocasional nacida para una sola campaña electoral y muerta con ella; pero no es todavía, una institución totalmente permanente parecida a los partidos modernos, para los que la agitación y la propaganda no cesan jamás". 

    El crecimiento del radicalismo, de comienzos del siglo XX, estuvo estrechamente ligado al proceso de estratificación social que concentró a los dirigentes de alta jerarquía en los estratos medios urbanos dedicados a las actividades terciarias. Además de los universitarios, se contaban entre los dirigentes intermedios algunos hombres de negocios que habían tenido éxito en su actividad. Esto nos habla de la creciente tendencia de adhesión de los estratos medios urbanos. Por añadidura, en esta época el problema educativo había alcanzado proporciones críticas, en tanto y en cuanto las limitaciones del desarrollo industrial generaban refuerzos culturales para que las aspiraciones de movilidad social se concentraran en la función pública y las profesiones liberales.

Esta era la diferencia esencial entre la posición de Hipólito Yrigoyen, luego de 1905, y la de Leandro Alem unos quince años atrás.  Alem había actuado antes de que esta tensa situación alcanzara un punto crítico, y su pedido de apoyo estuvo dirigido a los grupos criollos de Buenos Aires, mientras Hipólito Yrigoyen se dirigió a los argentinos hijos de inmigrantes, empleados en su mayoría en el sector terciario. El gobierno representativo cobró atractivo para estos grupos que acusaban a la elite criolla de sus dificultades para ascender en la escala social más allá  de las ínfimas actividades comerciales e industriales propias de la primera generación de inmigrantes.

Luego de 1905 los radicales comenzaron también a incrementar el volumen de su propaganda. El contenido efectivo de la doctrina y la ideología radicales era muy limitado: no pasaba de ser un ataque confuso y moralista a la elite gobernante, al cual se le añadía la demanda de que se instaurase un gobierno representativo. El partido operaba sobre la base de cierto número de slogans: la "abstención" o negativa a participar en elecciones fraudulentas, y la "intransigencia revolucionaria" o determinación de repudiar el sistema político vigente y establecer una democracia representativa por vía del golpe de Estado.

Hipólito Yrigoyen, profesor de filosofía en la enseñanza media, intentó dar a las doctrinas radicales algún tipo de sustento filosófico relacionándolas con las enseñanzas de Peter Krause, el escritor alemán del siglo XIX. Por la importancia que finalmente tuvo el krausismo en la ideología radical es conveniente detenernos en un examen más detallado de las ideas de este filósofo, para ello recurriremos al auxilio de Manuel Gálvez.

    Dice el biógrafo de Yrigoyen: "El krausismo aparece en España alrededor del año 50, introducido de Alemania por don Julián Sáenz del Río. Hacia el 60 ya se ha difundido en casi todas las universidades. Tiene no poca parte en la revolución del 68 y en la instauración de la República, el 72. Perdura hasta fines del siglo pasado. Entre sus secuaces, figuran hombres eminentes como Emilio Castelar, Nicolás Salmerón y Francisco Pi y Margal, que ocuparon la presidencia de la república y fueron escritores y filósofos; Gumersindo de Azcárate y Francisco Giner de los Ríos, maestros de maestros y publicistas de excepcionales méritos; y don José Canalejas, presidente del consejo de ministros. Todos ellos eran austeros y respetables y todos, salvo Castelar, escribían mal. Eran demócratas, creían en la panacea del sufragio libre y andaban por la vida graves, reservados, vestidos de oscuro. El krausismo trasciende al público después de la fundación de la República. Entonces comienzan a publicarse los libros del belga Guillermo Tiberghien, difusor de las doctrinas de Krause, que explica y resume con claridad; y los de Enrique Ahrens, otro belga que ha aplicado al Derecho las ideas del filósofo alemán. En 1875 aparece en Madrid el libro de Krause "Los mandamientos de la humanidad."

    "Yrigoyen ha leído algunos de estos libros entre el 81 y 84. Al recorrer las librerías en búsqueda de manuales filosóficos que necesita para su cátedra, le ofrecen esos, que circulan por toda España. Krause está  allí de moda, de tan rigurosa moda como no lo ha estado ni lo estará  filósofo alguno y hasta el punto de haber numerosos fanáticos que juran por él. Yrigoyen estudia los libros de Tiberghien: traducciones y adaptaciones de los de Krause y que en España son textos oficiales en la segunda enseñanza. Llega a admirar a Tiberghien -expositor  inteligente y nada más- con escandalosa admiración. Le considera él más profundo espíritu que ha producido la humanidad y el más grande entre los filósofos..."

"El krausismo que pretende completar a Kant, es una doctrina ecléctica, mezcla de racionalismo, idealismo y espiritualismo. Su concepto de la razón es inmanentista, pues la considera como la expresión de la esencia divina bajo el carácter predominante de lo absoluto. Mezcla en su racionalismo armónico a Kant, a Fichte, a Schelling y a Hegel, reconstruyéndolos, limitándolos y reformándolos. Pero no nos interesa su metafísica. Baste con saber que es una especia de panteísmo. Los krausistas, negándolo, le han dado el nombre de "panteísmo" todo no es Dios, dicen, pero todo está en Dios. El krausismo es más bien una ética. La preocupación moral está  en todos los pormenores del krausismo inclusive, como es natural, en su parte política. Una ética impregnada de protestantismo. Su fórmula práctica se define: "hacer el bien por el bien, como precepto divino".

Para el krausismo, la Humanidad es "la expresión de la esencia divina, bajo el carácter de armonía, sin predominio o exclusión". Vale decir: la esencia divina se manifiesta bajo la forma de armonía en la Humanidad. Este concepto religioso de la Humanidad  conduce, necesariamente, a la igualdad democrática, al derecho universal, al amor entre los hombres y entre los pueblos, a la paz perpetua y a la formación de grupos de pueblos hasta el día en que todas las naciones se unan en una sola”.

“El krausismo de Yrigoyen se observa en sus escritos, en su vida pública y privada y en su obra de gobernante. Su estilo literario, de peor gusto que el de los krausistas españoles, es éticamente muy elevado. Se mantiene en un plano de grandezas morales, de sentimientos nobles, de ambiciones de justicia y reparación. Jamás el menor asomo de escepticismo; un krausista es un hombre de fe exaltada. Sus plurales proceden, en parte, del krausismo -en la lengua filosófica alemana es frecuente el uso de plurales abstractos- y están de acuerdo con las ideas subjetivas que maneja. Yrigoyen cree en la justicia absoluta, y todos sus escritos están empapados de ética krausista y aun de metafísica krausista. En una de sus frases revela cómo siempre fue propensión de su espíritu esperar a que "la razón inmanente" esclareciera sus juicios”.

"Su sentido de la paz universal proviene de Krause, el cual lo había tomado de Kant, que preconizaba "la paz perpetua". Algunas frases de Tiberghien parecen de Yrigoyen, por la idea como por la forma; así, cuando dice: "...al mundo inmutable, eterno y necesario, es decir, al mundo de los principios infinitos y absolutos, a la esencia divina de las cosas y a las leyes permanentes que las gobiernan". Y en fin, Yrigoyen, que, según se desprende de sus palabras y sus actos, da el primer lugar entre las facultades humanas a la Voluntad y al Carácter y un lugar secundario a la Inteligencia, coincide con el krausismo, que dice, con palabras de Tiberghien: "La Voluntad es la facultad superior y que mejor expresa la causalidad del Espíritu".

    "En su vida privada y pública, Yrigoyen es un perfecto krausista, salvo en su afición a las mujeres. Vestido con ropas oscuras, grave, algo solemne pero sin afectación, no ríe, habla de cosas abstractas, expresa ideas de la más severa moral. Dentro de su obra de gobernante, el krausismo aparece en su religión de la igualdad humana, en su concepto de la igualdad entre las naciones, en su pacifismo, en su política obrera y en la primacía que da a lo espiritual."

    "Pero el krausismo de Yrigoyen difiere del de los filósofos y políticos españoles, partidarios de la separación entre la Iglesia y el Estado, del divorcio, de la enseñanza laica. Yrigoyen le da al krausismo un matiz católico. Aunque él no es creyente en los dogmas de la Iglesia, sino en los últimos años, tiene por ella el mayor respeto y la honrar  como gobernante."

"Son curiosas las concomitancias entre el krausismo y algunas doctrinas esotéricas. Krause era masón y escribió un libro sobre los primitivos monumentos de la Masonería. También los espiritistas lo consideran como uno de los suyos. Menéndez y Pelayo juzga a Sánz del Río como "nacido para el iluminismo misterioso y fanático". De Krause dice que es un "teósofo, un iluminado tiernísimo, humanitario y sentimental, a quien los filósofos trascendentes de raza miraron siempre con desdeñosa superioridad, considerándole como filósofo de logias, como propagandista francmasónico". Y hablando de los planes de reformas de todas las instituciones, propuestos por el krausismo, los califica de "sueños espiritista-francmasónicos". Hipólito Yrigoyen, como le he dicho, ha pedido su afiliación, año atrás, en una logia masónica. Y es simpatizante de la teosofía y del espiritismo."

"¿Comprende bien al krausismo Hipólito Yrigoyen? Creo que no leyó a Krause sino a Tiberghien y a otros comentadores suyos. Tal vez no ha entendido profundamente la metafísica krausista, pero sí la parte ética y política, que son accesibles a cualquiera. Con sus malos estudios secundarios y universitarios, sin una cultura general verdaderamente vasta, sin ordenada preparación en tan arduas disciplinas, Yrigoyen no ha podido comprender a fondo el krausismo ni ninguna otra doctrina filosófica. Pero hombre de extraordinarias intuiciones, ha adivinado su esencia y con ella ha enriquecido su espíritu".

Es así como la ideología radical efectiva terminar  fuertemente contaminada  de un tono notoriamente ético y trascendentalista. Su énfasis en la función orgánica del Estado y en la solidaridad social representaba un agudo contraste con el positivismo y spencerismo de la elite tradicional y a menudo tenia notables reminiscencias de Krause. La importancia de estas ideas que habitualmente se expresara de manera confusa e incoherente, era que armonizaban con la noción de alianza de clases que el radicalismo terminó por expresar, y que habría sido mucho más difícil de alcanzar si hubiera adoptado doctrinas positivistas.

    Sin embargo, más importante que lo que decían los radicales, era lo que no decían. Uno de los rasgos más destacados del radicalismo a partir de esta época fue su tendencia a evitar enunciar un programa político explícito. Había sólidas razones estratégicas para proceder así. Como partido constituía por entonces una coalición. Sus líderes no se mostraban muy dispuestos a perder la oportunidad de ganar adherentes atándose a determinados intereses sectoriales. En todas las circunstancias, el objetivo era evitar las diferencias sectoriales y poner en relieve el carácter integrador del partido.


EL LIDERAZGO YRIGOYENISTA


Otra importante novedad que puso aún más de relieve del carácter populista que el partido había adquirido hacia el año 1912 fue la consolidación de Hipólito Yrigoyen como líder. Yrigoyen ganó prestigio a partir de 1900 de una manera sumamente peculiar. En lugar de presentarse como un político callejero que atrae constantemente la atención pública, como había hecho antes su tío Leandro Alem, prefiere ocultarse y revestir su imagen de misterio. En su carrera política se destaca, entre otros, un rasgo singular: salvo en una ocasión intrascendente a comienzos de la década del ochenta, nunca pronunció un discurso en público. Su reputación de hombre de pueblo se vio fortalecida al fijar su residencia en casas modestas ubicadas en barrios populares mientras que los políticos de la Argentina Liberal residían en sus estancias o en aristocráticos palacetes situados en el barrio Norte de la ciudad. Al mismo tiempo su tendencia al aislamiento y la reclusión le proporcionaron el correspondiente adjetivo de zoológico, si Roca había sido el "zorro", Yrigoyen fue bautizado por  Diógenes “El mono” Taborda,  dibujante del diario “Crítica” como  el "peludo".

Manuel Galvez, ha quien hemos citado anteriormente, encuentra elementos para establecer un paralelo entre ambos dirigentes políticos, así nos dice: "Roca e Yrigoyen tiene puntos de contacto: la astucia, el temperamento dominador, el silencio y el talento de conocer a los hombres. Pero Roca es despótico al estilo clásico, es el gobernante para quien el orden constituye lo fundamental. Yrigoyen es el espíritu romántico, que no domina con un fin sino con exigencia de temperamento. Roca e Yrigoyen son silenciosos: silencio de hombre en el campamento, en el general, silencio de varón fuerte; silencio de hombre interior en Yrigoyen, silencio calculado a veces. Roca conoce a los hombres íntegramente en sus aptitudes y en sus defectos; Yrigoyen los conoce en sus debilidades y suele equivocarse sobre sus virtudes y sus aptitudes. Pero sus diferencias son muy grandes. Si Roca es ejecutivo, preciso y hace bien las cosas, Yrigoyen es lento, impreciso y muchas cosas -aún las buenas- las hace mal".

    El estilo político de Hipólito Yrigoyen estaba estructurado sobre la base del contacto personal y la negociación cara a cara que le permitieron extender su dominio sobre la organización partidaria y crear una cadena muy eficaz de lealtades personales. Esto estaba dosificado con ocasionales y providenciales gestos de caridad, como la donación de sueldos, que apelaban a los valores cristianos de los estratos medios. Aparentemente, su única contribución doctrinaria al partido radical fue una serie de tortuosos manifiestos, en los cuales los lemas partidarios aparecen revestidos de un manto de retórica moralista inspirada en el krausismo.

La constante prédica moralista proporcionó a Yrigoyen enorme fama personal entre los sectores medios urbanos. Se convirtió en el profeta del partido, y su aparente distanciamiento respecto de la lucha política cotidiana pasó a simbolizar la aplicación de la Unión Cívica Radical al ideal democrático y a la creación de una nueva república.

    Hacia el año 1912, Hipólito Yrigoyen se había convertido en un hábil dirigente político. Poco a poco obligó a los notables a introducir una reforma electoral que redujera la posibilidad del fraude comicial mediante la amenaza permanente de desatar una rebelión popular. Irigoyen, quien había convertido a la “intransigencia” moral y doctrinaria en una eficaz estrategia política, terminó por acceder al gobierno mediante un “acuerdo” con el presidente Roque Sáenz Peña que abrío al radicalismo la posibilidad de participar en procesos electorales dotados de cierta legitimidad.  Al mismo tiempo amplió su control sobre el aparato partidario. Ello fue posible porque desarrolló una enorme capacidad de persuasión personal. Liderazgo político y capacidad para organizar electoralmente a grandes sectores de votantes.

    El peculiar estilo político de Yrigoyen proporcionó al radicalismo buena parte de sus connotaciones morales y éticas originarias, que le permitieron ganar adherentes en una ola de euforia popular. Fue, asimismo, un instrumento importante para la articulación de los diversos intereses que el radicalismo había llegado a representar, un instrumento funcional en lo que respecta al objetivo partidario de reducir las fuentes potenciales de fricción entre sus partidarios y obtener el máximo de apoyo posible en distintas regiones y grupos sociales.

    En el año 1912, cuando la Unión Cívica Radical decide abandonar finalmente la política de abstención y sus integrantes comenzaron a postularse como candidatos para las elecciones, la organización del partido aún no había terminado. Era cierto que en la mayoría de las zonas urbanas y rurales de la región pampeana, y aún fuera de ella, existían caudillos políticos de primer y segundo nivel, pero el partido seguía falto de coordinación central. Pese al creciente prestigio de Hipólito Yrigoyen, tampoco existían suficientes dirigentes que contaran con reconocimiento nacional. Algunos de los comités provinciales estaban todavía bajo control de los rivales de Yrigoyen de la época en que el radicalismo era conducido por Leandro N. Alem. Aunque se habían establecido comités partidarios permanentes, fuera de las grandes ciudades no contaban con una organización amplia a nivel municipal. De manera que el rasgo principal del período que va de 1912 a 1916 fue el desarrollo de la organización partidaria.

    En este aspecto, la ventaja de los radicales era la vaguedad. Los objetivos explícitos de los radicales eran pocos y sencillos; los primeros reclamos de un programa de gobierno más detallado fueron rechazados como desviaciones del propósito central. Puesto que "la Causa" debía ganarse el apoyo de toda la nación, no podía incorporar elementos potencialmente divisores. En esta actitud estaba también la razón su posterior rigidez. "La Causa" fue identificada cada vez más con la Nación, de modo que discrepar con el radicalismo, el abanderado de "la Causa", se hizo equivalente a ser un traidor antinacional. Este dogmatismo totlizante se repetirá en muchos otros momentos de la historia argentina. Los partidarios del radicalismo comenzaron a desarrollar una enfermiza intolerancia hacia la diversidad. Además, el elemento "nacional" de "la Causa" fue contrapuesto al "internacionalismo" de las ideologías dominantes en el movimiento obrero. Los radicales se sentían en gran medida parte de la Argentina histórica, con sus raíces entrelazadas con las tradiciones de los autonomistas y, en cierto modo, más atrás aún, con los federales, aunque eran un factor nuevo en la política argentina -sectores sociales nuevos, nuevas regiones unidas a un centro en expansión, etc.- y como tales, reivindicaban su cuota de participación en el poder.

En síntesis, el enfoque moral y heroico que tenía el radicalismo de los problemas políticos le permitió a la postre presentarse ante el electorado como un partido nacional, por encima de toda distinción social o geográfica. Todos y cada uno de sus opositores se estrellaron contra este obstáculo. Había otros partidos populares, como el Socialista o el Demócrata Progresista, pero ninguno de ellos pudo trascender sus  ámbitos de origen en un grado significativo. Aquí Yrigoyen demostró su sagacidad política: luego de 1912 se las ingenió para convertir una confederación de grupos provinciales -como había sido el Partido Autonomista Nacional- en una organización nacional coordinada. Aunque en el pasado los radicales habían subrayado su desagrado por los acuerdos que celebraban las distintas facciones de la elite, ahora Hipólito Yrigoyen aplicó subrepticiamente esa misma técnica en gran escala para ganarse el apoyo de los hacendados provinciales y sus seguidores.

Uno de los rasgos principales del estilo político radical, surge en esta época y se proyecta a través del tiempo hasta llegar -con las lógicas modificaciones- a nuestros días, convirtiéndose en uno de los factores primordiales que han mantenido la inserción popular del radicalismo a pesar de las escisiones, golpes de Estado, proscripciones y represiones sufridas en un casi un siglo de actividad política. Nos referimos a su particular organización local basada en los "punteros de comité".


EL PUNTERO RADICAL: SU IMPORTANCIA SOCIOPOLITICA


    La reforma electoral de 1912 al ampliar la participación política mediante la obligatoriedad del voto, planteó a los partidos políticos un nuevo desafío. Miles de nuevos votantes irrumpieron en el sistema electoral que adquirió carácter masivo. Estos nuevos votantes debían ser encuadrados y organizados para transformarlos en una efectiva fuerza política. Es precisamente en esta actitud donde el estilo político se destacó y adquirió características propias que luego serían imitadas por otras fuerzas políticas.

El éxito del estilo político radical radica en su organización de base y en los amplios contactos con la jerarquía partidaria que le ofrecía al electorado. En las grandes ciudades, sobre todo en Buenos Aires, surgió un sistema de caudillos de barrio que dentro de la teoría de los partidos políticos recibieron la denominación norteamericana de "boss" . Pero, en la subcultura radical se identifican bajo el nombre de "punteros", y en ellos reposa el control de la "máquina" partidaria.

Si bien la Ley Sáenz Peña terminó con la compra lisa y llana de votos, los radicales no tardaron en establecer un sistema de patronazgo que no era menos útil a los fines de conquistar sufragios. A cambio del voto, los punteros cumplían gran cantidad de pequeños servicios para sus respectivos vecindarios en la ciudad o la campaña. Ligándose a aquellos, la nueva elite dirigente radical pudo sortear poco a poco los escollos derivados de su falta de contactos con los nuevos electores.

    Aunque los radicales no controlaban las ocupaciones urbanas, muchos de los dirigentes de segunda línea pertenecientes a los sectores medios podían obviar esta dificultad a la influencia y el prestigio que habían adquirido en su zona. El puntero, un primitivo militante político, dedicado totalmente a la actividad partidaria, hacía de ella su medio de vida. Su ámbito de influencia comprendía la parroquia y el comité barrial constituía su sede ordinaria de actuación. Servía de enlace entre el dirigente de mayor jerarquía, y la clientela política. Su pequeño capital electoral comenzaba en los vínculos familiares y amistades para crecer luego con cualidades personales en las que primaban la audacia y la guapeza. Así se le iban abriendo las puertas de los despachos oficiales que permitían la materialización de toda suerte de favores o  "gauchadas". Conocía los problemas de los integrantes de su grupo y trataba de asistirlos como forma de retribución a la lealtad política. Por ejemplo a través de la vinculación con los propietarios de inquilinatos y conventillos tenían cierto manejo de la distribución de las viviendas; su posición relativamente acomodada hacía que estuviera en condiciones de ofrecer préstamos a vecinos en apuros; su carácter de abogados o médicos les ponía en estrecho contacto con distintos grupos pertenecientes al nuevo electorado. Además, se sabía que tenían buenas relaciones con la policía local, y esto los facultaba para dispensar mercedes a todo tipo de pequeñas infracciones a la ley. Junto con el cura de la parroquia, el caudillo de barrio se convirtió -sobre todo en la ciudad de Buenos Aires- en la figura más poderosa del vecindario y el eje en torno del cual giraba la fuerza política del radicalismo.

No obstante, su perfil popular no alcanzaba a ocultar cierta vena maleva. En alguna oportunidad, en el Congreso Nacional, algún legislador lo definió con estas palabras: "el caudillo es un hombre útil a sus convecinos, capaz de molestarse por ellos, curioso de sus necesidades, anheloso de satisfacerlas, progresista dentro de la circunscripción, celoso de ella, gran amigo del cura, del juez de paz, del boticario, del periodista y del maestro de escuela, director de todos los festejos patrios, con grandes simpatías entre los extranjeros, generoso, servicial, activo, desprendido, que el lunes solicita la libertad del pobre trabajador que se embriagó el domingo, que a éste le pagó la multa cuyo perdón no obtuvo; que al otro le procura empleo, que llama a todos sus hijos y como tales los trata. Que no se cansa de pedir para su circunscripción y que lo pide todo: el telégrafo, el ferrocarril, el tranvía, la luz eléctrica, el pavimento, las últimas novedades y hasta la banda de música".

Sí bien el fenómeno del "puntero de comité" no ha sido debidamente estudiado hasta el momento, algunos tratadistas han reparado en él. Entre los que así lo han hecho se destaca Torcuato S. Di Tella  , y si bien analiza el fenómeno tal cual se desarrolla con posterioridad a 1930, nos parece útil permitirnos reproducir su caracterización del mismo.

Dice el citado autor: "Una de las formas de vida en la ciudad, es la que corresponde a los barrios más pobres y deteriorados que en general constituyen la primera etapa de instalación de los inmigrantes y donde se generaba una estructura de caudillismo representada por nombres como el de Barceló".

    "Los habitantes de estas zonas guardan muchos resabios rurales, pero la organización familiar comienza a cambiar. La familia ya reduce su número y se desconecta de parientes que la rodea en su medio rural. Ante el medio más anónimo, se pierde bastante el control social ejercido por el padre. Empiezan a desarrollarse las típicas barras de muchachos que caracterizan sobre todo la vida de recreación de estas zonas. Cada barra forma un grupo con bastante permanencia, y rota alrededor de un líder informal que ejerce gran influencia sobre sus compañeros. Los miembros de la barra ocupan cada uno una posición bastante fija en su jerarquía de prestigio dentro de ella, que no por ser informal es menos reconocida implícitamente por todos sus integrantes. Muchas de las actividades de la barra pueden intepretarse como tendientes a mantener y robustecer esa jerarquía social interna, o cambiarla levemente en algunos casos, por lo general acompañados de gran tensión”.

    “La posición del líder o jefe informal de una barra de muchachos de este tipo demanda más flexibilidad que la posición de miembro seguidor. El líder diferencia su comportamiento notablemente según se halle con todo el grupo reunido a su alrededor, o esté solo con un miembro de bajo prestigio. Además, sabe reaccionar en forma adecuada ante situaciones nuevas, inesperadas. Y, lo que es esencial, posee más movilidad geográfica y más contactos con otros grupos e individuos de igual o superior status. El líder pues, provee de contactos a su grupo debido a su posibilidad y habilidad de moverse en medios sociales distintos. Claro que él, a su vez, puede desempeñar papeles subalternos o subordinados en éstos u otros medios sociales, lo cual exige estar continuamente cambiando de tipo de comportamiento".

"La cohesión interna, la unidad que existe entre los miembros de la barra, es definida por sus miembros en términos de amistad, de lealtad o de traición. Pero al analizarla más a fondo se advierte que se basa en un sistema de obligaciones y de intereses mutuos. Los subordinados siguen al jefe de la barra porque saben que a través de él consiguen a veces dinero, a veces empleos, a veces salir de la cárcel, a veces mera diversión. El jefe de la barra debe a su vez, servir eficientemente a sus miembros para evitar que se le vayan, y porque sabe que el apoyo de éstos le permite prometer votos, clientes, apoyo físico o asistencia a asambleas o mítines. Claro que este sistema de obligaciones e intereses mutuos es demasiado descarnado para que los individuos participantes lo acepten como tal, y por esto lo adornan, sin quizá  proponérselo, con un ropaje más atractivo: amistad, lealtad, afección, camaradería, solidaridad o prestigio".

    Finalmente consigna Di Tella: "Los caudillos de comité tienen una posición central con vinculaciones en los muchachos de las barras, a través de sus jefes, y con los negociantes ilegales, que los financian en buena parte. A través del caudillo se distribuyen puestos políticos, y se consigue salir de la cárcel a sacar una multa de encima. El caudillo emplea a determinados agentes que le permiten tener marcados y conocer las actividades de la gente de barrio. Además las barras de muchachos lo ayudan si es que él les ha hecho algún favor, o si lo esperan de él. El jefe de la barra puede así ir subiendo de posición y formar parte de los funcionarios y actividades del comité y terminar obteniendo un buen puesto. En este caso, ya su distancia social de los demás muchachos de la barra aumenta mucho, y debe tratar preferentemente no con ellos sino con uno que le suceda. Pero con aparecer cada tanto entre los muchachos e invitarlos al bar, o sacar a uno de algún lío, la lealtad que todos le profesan queda incólume. Si tiene éxito, él puede llegar a ser legislador o tener un buen empleo público..."

Así descripto el fenómeno del "puntero", retomemos el análisis del aparato partidario con que el radicalismo va a obtener su primer acceso a la presidencia. Como expresáramos, el mismo reposaba en los comités organizados según líneas geográficas y jerárquicas en diferentes lugares del país. Así había un comité nacional, comités provinciales, comités de distrito y comités de barrio; en períodos de elecciones se añadían una serie de subcomités que atendían zonas menores dentro de cada distrito. Una de las cosas de las que más se jactaban los radicales era que sus representantes oficiales habían sido elegidos mediante el sufragio de los afiliados al partido, con lo cual se evitaban las tradicionales prácticas elitistas de reclutamiento por cooptación o por status adscripto. Sin embargo, al menos hasta 1916, la pauta más corriente era que el comité nacional y los provinciales estuviesen dominados por los grandes propietarios rurales, y los comités locales, por los estratos medios; en los primeros, el reclutamiento se hacía casi siempre por cooptación, pero en los comités locales se celebraban elecciones todos los años, de los cuales surgían el presidente del comité -en la práctica el "puntero"- y gran número de funcionarios ligados a él. En cada uno de los comités de la ciudad de Buenos Aires se elegían anualmente hasta 108 personas; con frecuencia éstas permanecían en sus puestos varios años seguidos, salvo que hubiera más de un caudillo aspirando al control partidario, en cuyo caso se producían a menudo violentas luchas de facciones.

Los punteros explotaban la gran popularidad de los comités para retribuir a sus adictos con cargos fundamentalmente simbólicos, que podían ser utilizados para ampliar el número de adherentes. Asimismo, el sistema permitía a los radicales extender sus actividades y conexiones a una vasta gama de grupos de cada vecindario, dotando así al aparato partidario de gran penetración y flexibilidad, e incrementando su capacidad operativa como mecanismo procesador de las exigencias particulares que presentaba el electorado. En el año 1916, la organización partidaria se había convertido en un eficaz sustituto de un inexistente programa político bien definido, y, una vez más, en un dispositivo conveniente para superar entre grupos escindidos de la elite y los provenientes de los estratos medios, y entre distintos sectores del electorado.

La actividad del comité alcanzaba un punto culminante en época de elecciones. Amén de las tradicionales reuniones callejeras, la fijación de carteles en las paredes y la distribución de panfletos, el comité se convertía en centro de distribución de recompensas electorales. En 1915 y 1916, los comités de la ciudad de Buenos Aires, organizaron actividades recreativas para niños y conciertos musicales, repartieron regalos de navidad y contribuyeron a las celebraciones del carnaval. Muchos de ellos también fundaron consultorios de asistencia médica o jurídica y bibliotecas, sostenidas en base al trabajo y aporte financiero de los miembros activos del comité. Asimismo, suministraban alimentos baratos - "pan radical" y "carne radical" como se dio en llamarlos-

    Estas actividades evidenciaban algunas de las características salientes que había adquirido el partido luego de 1912. En el año 1891, se había iniciado como un desprendimiento de las facciones dentro de la elite tradicional; desde 1905 había penetrado en los estratos medios urbanos y rurales; luego de 1912 se convirtió en un amplio partido popular que abarcaba muchas regiones del país. Pero lo cierto es que estaba en gran parte dominado por los propietarios de la tierra, conservando así su carácter inicial de la década de mil ochocientos noventa: era un movimiento de masas dominado por grupos de alta posición social más que un movimiento de origen popular que operara impulsado por las presiones de las bases.

Estos elementos notorios de manejos y manipulación desde la cima también eran evidentes en el carácter amorfo de la ideología radical, la cual estaba modulada de modo de inspirar en los grupos urbanos la adhesión a una redistribución mínima de la riqueza, exigía una diferente estructura institucional, la canalización de los favores oficiales en dirección a los sectores medios urbanos, mayor sensibilidad por las inquietudes de los consumidores, pero preservando el sistema social que había surgido de la economía agroexportadora. Su concepción de la sociedad era una extraña combinación de ideas liberales y moralistas. Atacaba a la elite con argumentos liberales, porque, como Hipólito Yrigoyen, ella le había impedido a la nación respirar en la plenitud de su ser. Pero también veía en la comunidad un organismo casi biológico, conformado por partes funcionales interactuantes y obligaciones reciprocas. Así aunque los radicales proclamaban el precepto liberal de la competencia individual, mantenían en sus argumentaciones parte de las tradicionales actitudes conservadoras de jerarquía y armonía social.

Tal como ilustran las actividades de los comités, los radicales se apoyaban mucho en medidas paternalistas, cuya principal ventaja era que podía empleárselas para quebrar los lazos de los grupos de intereses generadores de divisiones, atomizando al electorado e individualizando al votante. Reflejaban también el tenue vínculo existente entre los grupos más politizados -la elite y los estratos medios- y las oportunidades de empleo productivo en las ciudades. En muchos aspectos, el paternalismo era simplemente el medio de hacer extensivas a las masas las técnicas tradicionales de patronazgo. Otra de sus ventajas era que permitía incrementar los contactos entre el partido y los electores, favoreciendo un reparto de los beneficios, a la vez que reducían el contenido real de las concesiones que se hacían.

    El radicalismo se propuso lograr esa moderada intervención del Estado que corrige los rigores del "laissez faire" económico para los sectores menos favorecidos de la sociedad, moderada intervención que generalmente recibe la denominación de "paternalismo" .

    Estos eran los principios rectores del estilo político radical. Ellos permitieron el mantenimiento de una estructura jerárquica autoritaria en el partido, que constituía una réplica del equilibrio preexistente de poder y de las estructuras de status de la sociedad argentina, posibilitando la coexistencia de grupos cuyos intereses eran a veces antagónicos. A la par que ofrecían diversas oportunidades a los estratos medios urbanos preservaban la hegemonía de la elite. Esto resulta comprensible si observamos que hasta el año 1924 el radicalismo fue controlado en gran medida por una elite muy flexible de grandes hacendados. En la década de 1890 el radicalismo revivió una pauta muy conocida durante el siglo XIX: el poder y el control del Estado paso de un sector a otro de la elite tradicional. Su aparición fue parte de la reacción precipitada por la depresión de 1890 que abrió dentro de la elite una disputa por el control de los beneficios y subsidios que otorgaba el Estado. Muchas de las  revueltas radicales fracasadas, anteriores al año 1912, fueron el epílogo de una tradición de luchas civiles mediante las cuales las disputas de esta índole se resolvieron, a lo largo de todo el siglo XIX, dentro de la elite tradicional.

La fuerza del radicalismo luego de 1905 derivó de su habilidad para movilizar el apoyo popular adaptándose a una amplia variedad de grupos en distintas regiones. Si con tal propósito no lograba atraerse a un grupo determinado, se volvía hacia los opositores de aquel. A ello se debe que disimulara sus llamamientos tras un velo de metáforas. Hasta fines de la década del veinte, la heterogeneidad de su base impidió incluso que desarrollara un programa partidario. Los radicales recurrieron a una ideología metafísica y al prestigio de Hipólito Yrigoyen como mecanismos conciliadores que crearon lazos artificiales entre sus adictos.
   

EL RADICALISMO EN EL PODER


Hacia el año 1916, el radicalismo se había convertido en un movimiento de base amplia; poco después comenzó la transición que, a la postre, concedería un rol dominante a los grupos pertenecientes a los estratos medios por oposición a los dirigentes provenientes de la elite. La clave de la cuestión residía en el triunfo electoral. La batalla continua en este sentido llevó al rápido aumento de los comités locales y a la captación de líderes provenientes de otros estratos. Cuanto más se expandían las atribuciones de los comités, más terreno perdían los antiguos dirigentes partidarios y más desconfiaba al elite tradicional del Gobierno radical. En la ciudad de Buenos Aires, en particular, los intentos de los radicales de obtener el firme apoyo de distintos sectores urbanos comenzaron a chocar con los intereses de la elite.

La mayoría de los gobiernos provinciales era resultado del fraude que se había practicado en forma sistemática, tal como hemos visto en el capítulo precedente, salvo en algunos distritos. En muchas provincias aún las elecciones locales se hacían por la disposiciones tradicionales y empleando la Ley Sáenz Peña, sólo aplicable a los comicios nacionales.

    El gobierno de Yrigoyen recurrió insistentemente a la intervención federal para terminar con los que consideraba resabios de un régimen perimido. Yirgoyen intervino los gobiernos provinciales en veinte ocasiones. Algunas de estas intervenciones fueron muy prolongadas. Este hecho marca otra diferencia del radicalismo con los gobiernos precedentes. Los anteriores presidentes, desde Santiago Derqui a Victorino de la Plaza, en promedio, habían recurrido a la intervención federal en cuatro ocasiones durante sus mandatos.  Estas intervenciones fueron muy cuestionadas en su momento. El gobierno no podía menos que emplear los elementos humanos de que disponía, en muchos casos deseosos de venganza contra las autoridades anteriores. Ahora quienes cometían abusos, a menudo, eran los mismos radicales. En algunas provincias intervenidas, los conservadores tenían una mayoría electoral, basada en sus prestigios locales y los hábitos de respeto tradicional hacia los miembros de las familias tradicionales por parte de la población local. Se hacia necesario modificar las lealtades electorales por el proselitismo o por otros medios menos éticos, y comenzó un nuevo ciclo vicioso. No obstante, la mayoría del electorado siguió apoyando a Yrigoyen a lo largo de toda su vida.

    El primer gobierno de Yrigoyen debió transitar por un difícil contexto internacional condicionado por la etapa final de la Gran Guerra –1914 / 1918- y la Revolución Rusa de 1917.

    La Revolución Rusa impactó sobre el movimiento obrero, las incipientes corriente políticas de izquierda y la juventud en general. Los sectores de izquierda pesaban que estaban dadas las condiciones para que se produjeran una serie de revoluciones socialistas en todo el mundo. Esta impresión se reforzó con el estallido de convulsiones revolucionarias, en los primeros  años de la posguerra, en Alemania y Hungría. Aunque estos conatos revolucionarios fracasaron, parecía que los obreros se disponían a tomar el poder.

    En la Argentina, un sector del Partido Socialista, influido por la nueva experiencia, que en cambio rechazaba la mayor parte de la dirigencia tradicional de este partido, se alejó, el 5 y 6 de enero de 1918, para formar el “Partido Socialista Internacional”. Del congreso fundacional participaron veintidós centros socialistas que representaban a 750 afiliados. Inicialmente la dirección del nuevo partido estuvo en manos del obrero gráfico José Penelón, el jefe del socialismo chileno, Luis Emilio Recabarren, con el apoyo de varios intelectuales entre los que destacaban José Ingenieros y su discípulo Aníbal Ponce. Dos años más tarde, siguiendo los dictados de la “Tercera Internacional” liderada desde Moscú por Vladimir Ilich Lenin, el grupo cambio su denominación por “Partido Comunista Argentino”.  

    Yrigoyen insistió en mantener la política exterior heredada del gobierno anterior. La neutralidad en el conflicto mundial. No le resultó fácil. La guerra submarina desatada por Alemania y el hundimiento de algunos barcos argentinos fueron picos de alta tensión, pero el líder radical supo mantener el rumbo pese a las presiones de todo tipo que debió enfrentar. Cuando terminada la guerra, se organizó la Sociedad de las Naciones la Argentina no participó, por que Yrigoyen consideró que los intereses de los países menos poderosos no estaban debidamente contemplados.

    En 1918, la Federación Universitaria de Córdoba desconoció con violencia la autoridad del rector de la Universidad de esa provincia, Dr. Antonio Nores y declaró una huelga estudiantil. Después de algunas refriegas entre estudiantes y policías en las plazas General Paz y Vélez Sarsfield y la calle del teatro Rivera Indarte, el rector renunció y el gobierno nacional nombró un interventor que adoptó posiciones favorables a los estudiantes.

El movimiento, conocido como la “Reforma Universitaria”, planteó la renovación de los elencos docentes, la aplicación de un sistema de concursos públicos para la designación de profesores, la apertura de cátedras paralelas y la participación de los estudiantes y graduados en el gobierno universitario.

    La Reforma Universitaria se transformó inmediatamente en bandera de generaciones de estudiantes e intelectuales, y transcendió por mucho el ámbito universitario, hasta proyectarse sobre otros países latinoamericanos. Su prédica continental fue llevada entre otros por Gabriel Del Mazzo y Alfredo Palacios, y tuvo mucha influencia en la ideología del principal partido popular peruano de aquel entonces, la Alianza Popular Revolucionaria Americana –APRA- creada en 1922, por Víctor Raúl Haya de la Torre.
     
    El estilo político radical imperó durante tres períodos presidenciales consecutivos. En el primero, entre 1916 y 1922, ejerció la presidencia Hipólito Yrigoyen. En el segundo, entre 1922 y 1928, el presidente radical fue el doctor Marcelo Torcuato de Alvear. Hipólito Yrigoyen fue nuevamente elegido para el último período, iniciado en 1928 y terminaron abruptamente en 1930 por una intervención militar.
  

LA CUESTIÓN OBRERA

    En la primera presidencia de Hipólito Yrigoyen, la más importante esfera de conflictos provino de los manejos del Gobierno con el movimiento obrero a los efectos de ganar su apoyo electoral y minar la posición del Partido Socialista. El presidente tendió a favorecer la posición negociadora de los sindicatos durante las huelgas. Esta estrategia logró cierto éxito en las huelgas marítimas de 1916 y 1917, pero fracasó al aplicarse en las huelgas ferroviarias de 1917 y 1918.

    Los primeros años de la guerra, con la interrupción del sistema de división internacional del trabajo y las limitaciones al comercio internacional, la economía argentina debió enfrentar problemas en el abastecimiento de insumos importados, que por ese entonces eran ampliamente mayoritarios. Comenzó en esta forma un muy precario proceso de industrialización por sustitución de importaciones que incrementó la actividad fabril, aunque en muchos casos los productos eran de calidad muy inferiores a los importados y su costo muy superior. El fin de la guerra ocasionó la destrucción de este precario sector industrial y la desocupación para los empresarios y trabajadores que lo integraban. En esta forma estaban dadas las condiciones para el crecimiento de la protesta social y sindical.

    En los primeros días de 1919 se inició una huelga en la gran fábrica metalúrgica de propiedad del empresario de origen italiano Pedro Vasena. Localizada en Barracas, el establecimiento empleaba a 2.500 trabajadores y eran uno de los mayores del país. Pronto el conflicto derivó hacia la violencia, la empresa recurrió al empleo de “rompehuelgas” y matones. Los obreros trataron de impedir el ingreso de estos, como así también la carga y descarga de carros en la entrada del establecimiento. Los garrotes fueron reemplazados por armas de fuego y murieron cuatro personas.

    Desbordado el gobierno no encontró mejor opción que apelar a la represión. El veterano dirigente sindical Cipriano Reyes nos brinda su testimonio sobre el accionar represivo de ese entonces: “Patrullas de policía montada y gendarmes traídos del Chaco, o de otros lugares montaraces o fronterizos del país, recorrían montados en briosos caballos todas las zonas afectadas por la huelga. [...] La mayoría de estas patrullas estaban integradas por elementos correntinos y chaqueños, temidos por su violencia y especialmente adiestrados para estas emergencias. Era gente ignorante que sentía placer en lanzar sus caballos a la carrera sobre los grupos o multitudes de trabajadores, dejando el tendal de heridos y contusos a fuerzas de machetazos limpios. Para eso los habían instruido e incorporado a una institución uniformada, como decía mi amigo Juan, para servirse de ellos contra las manifestaciones callejeras, para acallar las voces de justa protesta, con violencia sin límites, convertidos en instrumento dominante del capitalismo.”    

    En ese entonces, el país tenía dos federaciones obreras. La Federación Obrera de la República Argentina – FORA- “del Noveno Congreso”, dirigida por sindicalistas y socialistas, seguía una política moderada y tendía a negociar con el gobierno radical para investigar los sucesos: La otra central obrera la FORA “del Quinto Congreso”, se encontraba en manos de los anarquistas, estaba siempre dispuesta a aprovechar todas las oportunidades de incrementar la confrontación con el propósito de generar un estallido revolucionario.

    Al realizarse el cortejo fúnebre de las víctimas obreras en camino al cementerio de la Chacarita, se produjeron enfrentamientos con la policía. Los incidentes pronto se generalizaron en una gran parte de la ciudad, con un alto número de muertos. Con motivo de la consecuente indignación general, los anarquistas tuvieron poca dificultad en lanzar una huelga general. La huelga persistió varios días y fue dirigida en cierto momento por la FORA del Noveno Congreso.

    Una cierta pasividad de la policía ante la falta de órdenes por parte del Ejecutivo, dubitativo sobre la conveniencia o no de incrementar la represión de los huelguistas, generó la imagen de un vacío de poder pronto superado por la intervención del Comandante de la II División de Ejército, en ese entonces con asiento en Campo de Mayo, el general Luis J. Dellepiane, que ocupó con sus tropas la ciudad de Buenos Aires, con el apoyo de grupos de civiles armados que comenzaron a reunirse para atacar a los obreros huelguistas.

    La idea de un complot revolucionario ganó pronto a numeroso adeptos y todavía muchos años más tarde, la repitió el escritor nacionalista Carlos Ibarguren, en su libro de memorias: “La historia que he vivido”: “La Semana Trágica fue indudablemente fomentada por agitadores rusos, agentes revolucionarios del soviet”

    La violencia decreció después de varios días, dejando un saldo estimado en setecientos muertos y numerosos heridos.


LA LIGA PATRIÓTICA


    Una consecuencia directa de los acontecimientos fue la organización de los grupos de civiles armados que, nucleados desde el Centro Naval, habían intervenido en el conflicto desde el 10 de enero atacando a los obreros rebeldes, a la comunidad judía –cuyos miembros eran identificados con los “rusos” maximalistas- y la catalana –asociada con los anarquistas-. Estos grupos concretaron, una organización poderosa y de vasta actuación la “Liga Patriótica Argentina”, el 19 de enero de 1919. Aunque reunía en su seno elementos contradictorios, la “Liga” puede ser considerada el primer grupo nacionalista argentino, antecedente de otras organizaciones que abundaran en Argentina después de 1930, de inspiración más o menos fascista.

    El ideario político de la Liga, expresado en la declaración de principios de la misma, contiene muchos elementos del tipo nacionalista – fascista. Bajo el lema “patria y orden”, la Liga Patriótica Argentina se constituía en “guardián de la argentinidad”, para “estimular el amor a la patria”, “cooperar con las autoridades en el mantenimiento del orden público”, “inspirar al pueblo amor por el ejército y la marina”, en un contexto de marcado chauvinismo y antisemitismo. Igualmente, su “filosofía de la acción” y su estructura paramilitar será notablemente semejante a la de organizaciones posteriores.

    Si la metodología de acción política y numerosos elementos doctrinarios –aclaran María Inés Barbero y Fernando Devoto, en su libro “Los nacionalistas”- permiten considerar a la Liga Patriótica como una organización nacionalista, si bien otros aspectos no menos importantes la diferencian de aquéllos. En primer término, el respeto al orden constitucional, que sumado a la escasa autonomía de sus objetivos políticos y al rol subordinado a las instituciones y a los poderes que la Liga se asignaba darán a esta más un papel de reserva estratégica que de vanguardia revolucionaria que pretendieron asumir otros grupos nacionalistas.

    Por otra parte, el marco ideológico era excesivamente contradictorio y confuso ya que en su seno confluían sectores de la más diversa procedencia: católicos moderados, liberales, nacionalistas antidemocráticos, conservadores y hasta radicales, reunidos por sus temores a una revolución proletaria que a sus afinidades ideológicas o políticas. Monseñor de Andrea se vinculaba en ella con representantes de grandes empresas extranjeras como S. Hale Pearson o S. O’Farrell con militares de alta graduación como el ex - presidente del Círculo Militar, el general Eduardo Munilla, miembros del Jockey Club, del Círculo de Armas, de la Asociación de Damas Patricias, del Círculo Militar, del Centro Naval, de la entidad patronal denominada Asociación del Trabajo y del Comité Nacional de la Juventud –entidad aliadófila vinculada al radicalismo metropolitano-. Muchos altos oficiales de las fuerzas armadas integraban sus filas y constituían el 10% de sus cuadros directivos.  La Liga Patriótica fue dirigida durante veintiocho años por el doctor Manuel Carlés. 


TRAGEDIA EN LA PATAGONIA   

    Prácticamente no se habían enfriado en sus tumbas los caídos en la Semana Trágica, ni acallado el eco de las 350 huelgas que debió soportar el presidente Yrigoyen durante 1919, cuando la violencia política se trasladó a la lejana y despoblada Patagonia.

    Territorio Nacional, dependiente del Poder Ejecutivo bajo la fiscalización del Congreso Nacional, Santa Cruz fue colonizada por tres corrientes principales: los inmigrantes que formaron las dos primeras, provenientes de las Malvinas y de Punta Arenas –Chile-, se radicaron al sur del río Santa Cruz y obtuvieron en propiedad las tierras más ricas. La tercera corriente provino del Norte, y se vio reducida al arrendamiento de tierras fiscales en la zona septentrional del Territorio.

    Durante el primer cuarto del siglo XX se desarrolló una sórdida puja por la tenencia de la tierra. Como resultado de la misma 2.108 leguas de tierra quedaron en manos de tan sólo 439 propietarios, de los cuales los 36 mayores propietarios poseían 1.164 leguas, o sea el 55% del total, según datos enviados por la Embajada de los Estados Unidos al Departamento de Estado, el 28 de enero de 1922. Todos los medios se usaron para desalojar a los pequeños propietarios. Algunos perdieron sus campos por no poder pagar las cuentas del almacén de ramos generales –que les suministraba desde los remedios para la sarna de las ovejas, el alambre, la ropa y el combustible que necesitaban para sus actividades de cría de lanares y luego le compraba la producción de lanas y cueros fijando en forma unilateral los precios-. Otros fueron despojados, con la ayuda de sagaces abogados, en el curso de juicios sucesorios, por aparentes defectos en los títulos, o por ejecución de créditos mal documentados. A otros, en fin los atemorizaron por medio de la violencia para que vendieran sus propiedades.

    El censo de Territorios realizado por el ministerio del Interior, en 1920, registró en Santa Cruz 17.925 habitantes de los cuales 9.480 eran extranjeros. Cerca de la mitad de la población residía en cuatro puertos: Deseado, San Julián, Santa Cruz y Río Gallegos. Allí se congregaban los profesionales –abogados, procuradores, médicos, algún dentista-, las autoridades civiles, los pocos empleados nacionales; el resto era comerciantes, jornaleros, dependientes de comercio. La ciudad capital, Río Gallegos, en 1920 contaba con dos cines, un teatro y varios prostíbulos.

    Hasta 1919, el Territorio de Santa Cruz gozó de una gran prosperidad ocasionada por la mayor demanda de lana que originaba la Primera Guerra Mundial. Desde la cordillera hasta la costa, el centro de la actividad humana giraba entorno a las enormes majadas o “piños” de ganado lanar, y las ventas estaban reguladas por el merado inglés. Los precios de la lana fueron artificialmente altos durante la guerra, estimulando así el crecimiento de la producción para vestir a los ejércitos, pero el fin del conflicto originó la paralización de las compras y un abrupto descenso de las cotizaciones. Los diez kilogramos de lana sucia, que valía 9,47 pesos oro en 1918 se pagan a 3,08 en 1921. La zafra de 1920 no tuvo compradores y se sumó a las 80.000 toneladas que quedaron sin vender en los dos años anteriores: algunos ganaderos habían acumulado existencias sobrevaluadas, especulando con el incremento de los precios.

    Como ocurre en los períodos de depresión económica, la situación de los trabajadores se hizo crítica. El precio de los comestibles y bebidas, que en la ciudad de Buenos Aires subió un 50% entre 1916 y 1919, se incrementó mucho más en Santa Cruz. Un kilo de carne de cordero, en 1920, costaba un peso y un repollo cuatro pesos. Mientras que el sueldo de un peón era de aproximadamente ochenta pesos por mes. 

    Inexistente hasta 1918, la organización obrera se inició en Río Gallegos con motivo de la deportación de un trabajador, y ya en 1919 se instruyó un proceso por infracción a la ley de Seguridad Social a la Federación Obrera –esta organización luego se denominó “Sociedad Obrera de Oficios Varios de Río Gallegos”-.

    En octubre de 1920, delegados de los peones de campo representados en la Sociedad Obrera, redactaron un pliego de condiciones solicitando mejores condiciones de vida y de trabajo en las estancias, dando plazo a la patronal hasta el 1º de noviembre para aceptarlo, en caso contrario se iniciaría la huelga. Antes de la fecha fijada, los hermanos Clark –propietarios de 20.000 hectáreas en tres establecimientos- y otros pequeños estancieros, aceptaron y suscribieron el pliego. La Sociedad Rural lo rechazó y se desató la huelga. La principal discrepancia entre empresario y trabajadores fue que los primeros se negaban a reconocer la representatividad de la central obrera.    

    La policía reprimió duramente en el interior del Territorio. Huyendo de la represión y desalojados de las estancias, los peones se concentraron en grandes grupos que vivían a campo abierto. Cuando se les acabaron las provisiones, se presentaron en los almacenes y en las estancias, entregando a cambio de los alimentos que se llevaban vales firmados por la Sociedad Obrera, alejándose siempre de las poblaciones y los puestos policiales. Un incidente que se produjo en “El cerrito”, derivó en un enfrentamiento armado que produjo muertos y heridos en ambos bandos, los obreros comenzaron a tomar como rehenes a los dueños y administradores de estancias.

    Se inició entonces, tanto en la ciudad de Buenos Aires como en el Territorio Nacional, una campaña de prensa, tendiente a demostrar que el movimiento era “sedicioso”. La Sociedad Obrera se vio acosada por el accionar de la policía reforzada por tropas de marinería, mientras que sus apoderados se encontraban presos y aunque la justicia apoyaba sus reclamos, el juez federal Ismael P. Viñas era impotente para hacer acatar sus resoluciones. Entonces la Sociedad Obrera decidió terminar con el paro en la ciudad, el 21 de enero de 1921, aunque mantuvo la medida de fuerza en el medio rural.

    El presidente Yrigoyen resolvió nombrar a Ángel I. Iza gobernador titular. Este llegó al Territorio el 29 de enero de 1921, seguido a los pocos días por un destacamento del 10º Regimiento de Caballería, al mando del teniente coronel Héctor B. Varela, un militar de simpatías radicales –había participado del levantamiento radical de 1905-. Después de pacientes tratativas del gobernador con los estancieros, Iza y Varela se entrevistaron con los huelguistas en la estancia “El Tero” y el 22 de febrero se concretó un acuerdo entre las partes, donde el gobernador se convirtió en árbitro en las diferencias sobre el pago de los sueldos caídos. El convenio definitivo, si bien introdujo mejoras salariales para los peones, no atendió las mejoras en las condiciones de vida y de trabajo, dejó totalmente de lado el reconocimiento de la Sociedad Obrera y la legalización del nombramiento de delegados en las estancias.

    En los días que siguieron, se produjo en el Territorio un peligroso vacío de poder. El 10º Regimiento de Caballería regresó a su acantonamiento de Buenos Aires, el 7 de abril, el juez federal Viñas lo hizo el 24 del mismo mes, las tropas de infantería de marina embarcaron a principios de mayo y el gobernador Iza se ausentó en julio dejando al secretario Cefali Pandolfi a cargo del Despacho.

    Simultáneamente, la crisis económica se profundizó. El 31 de marzo el transporte marítimo se redujo a la mitad; el 14 de abril la Sociedad Anónima Importadora y Exportadora de la Patagonia rebajó en un 20% los precios de compra de lana, cueros, cerda y plumas. Pero el problema principal era la crisis en el mercado lanero. El 24 de marzo se sancionó en la ciudad de Buenos Aires una ley de emergencia que desgravó las exportaciones, concedió préstamos – a través del Banco Nación- sobre las existencias sin vender, otorgó créditos a los compradores y descuentó a los vendedores los pagarés recibidos en las transacciones del mercado interno. En esta forma el Estado se hizo cargo de las pérdidas de los estancieros que especularon con el alza de los precios.

    A principios de marzo, el diario “La Unión” de Río Gallegos comenzó un campaña contra las autoridades civiles atribuyéndoles complicidad con el “bandolerismo” y la “subversión” y la creación de una tirantez entre el capital y el trabajo. Finalmente responsabilizaba al gobernador por los desastres que preveía en el futuro. El ex gobernador y secretario de la Sociedad Rural, Edelmiro Correa Falcón organizó filiales de la entidad en todo el Territorio, se estableció la Asociación del Trabajo Libre y en julio se fundó la delegación de la Liga Patriótica Argentina.

    En el medio sindical, dueños de prostíbulos y choferes de estancieros, que se habían afiliado a la Sociedad Obrera, intentaron una maniobra divisionista, con la participación de delegados de la F.O.R.A. sindicalista, llegados desde la Capital Federal, pero fue desbaratada por los dirigentes obreros.

    El 30 de junio la policía desalojó a los peones de la estancia “Coy-Aike”, en conflicto con la empresa, que no cumplía el convenio. Mientras tanto, los estancieros realizaron una campaña de presión psicológica a través de telegramas enviados a los diarios de Buenos Aires denunciando depredaciones y saqueos. Sin embargo, el 8 de octubre, el comisario Wells, jefe de policía del Territorio, desmintió estas denuncias. Informó que desde julio a esa fecha, recorrió con un escuadrón policial 396 leguas, visitando los establecimientos laneros del interior, y la única irregularidad que descubrió fueron algunos casos de cuatrerismo, cuyos autores detuvo, no encontró ninguna huelga ni sublevación. En cambio, la Sociedad Rural avisó en la edición de “La Unión”, del 31 de agosto, que los patrones que quisieran prescindir de personal no estaban obligados a pagar preaviso: era suficiente con que abonaran los sueldos adeudados, y si el empleado despedido se negaba a recibir su liquidación por considerarla insuficiente, podían terminar la relación laboral depositando la liquidación en el juzgado de paz.

    En tanto, la vida de los trabajadores se hizo cada vez más difícil. Al incremento de los precios en los productos de primera necesidad se sumó el incumplimiento del convenio, en la mayoría de las estancias los patrones no pagaban sueldos desde marzo. El 23 de marzo de 1921, la policía comenzó a encarcelar y deportar a todos los dirigentes obreros que permanecían en los pueblos, sin que se aplicaran medidas de fuerza por parte de los obreros. Cuando se conocieron estos hechos estalló la huelga en el campo, solicitando la libertad de los dirigentes presos y el regreso de los deportados. Los estancieros, sin pagar los jornales adeudados, comenzaron a desalojar a los peones. El 30 de octubre la huelga abarcaba ya todo el Territorio; los grupos de peones se organizaron y, recorrieron estancia por estancia, invitando a los trabajadores a plegarse, arreando las caballadas, se aprovisionaron –firmando siempre cuidadosos vales- y tomando a dueños y administradores como rehenes.

    El gobierno radical envió nuevamente al teniente coronel Varela al frente de un escuadrón del 10º de Caballería reforzado por una compañía al mando del capitán Elbio C. Anaya, con una sección de ametralladoras; en total el contingente militar sumaba aproximadamente 260 hombres.

    Varela encontró a los pueblos en total calma, los huelguistas existentes estaban detenidos o habían sido deportados. Luego de recorrida por las estancias del sur, donde no halló pruebas de destrozos, puso la policía bajo su mando, dictó la Ley Marcial e impartió instrucciones a los estancieros. Luego dividió sus fuerzas en contingentes, que partieron en busca de los campamentos de los peones. En este primer acto de terrorismo de Estado los obreros terminaron siendo fusilados en masa. La represión fue atroz y sin relación con los delitos cometidos.

    No hubo combates, salvo en la estación Tehuelche, donde el carretero Font –conocido como “Facón Grande”-, atacado sin previo aviso, alcanzó sin embargo a dispersar a sus hombres y contestó el fuego. Luego de la experiencia del año anterior, los obreros confiaban en el Ejército y ni siquiera hacían ademán de defenderse.

    En esta forma 260 soldados redujeron a cerca de 3.000 peones bien armados, sufriendo una sola baja, el soldado conscripto Fischer, que murió en la estación Tehuelche. Suponiendo que esos 3.000 hombres –señala Susana Fiorito- no cobraban desde marzo, a un promedio de 100 pesos por mes cada uno, los estancieros se ahorraron tres millones de pesos en sueldos, es decir, 10.000 toneladas de lana sucia al precio de 1921.

    Para abril de 1922 quedaban todavía aproximadamente 600 peones presos en Santa Cruz. Fueron puestos en libertad “por falta de méritos”. A los muertos, desparramados en los campos, nadie los contó. Los anarquistas hablaron de 1.500 muertos, pero probablemente hayan sido entre 300 y 400, una cifra igualmente alta e injustificada.

    El movimiento obrero organizado del resto del país no reaccionó: las dos centrales sindicales –sindicalistas y anarquistas- emitieron algunas declaraciones, lo mismo que el diario socialista “La Vanguardia”, pero nadie propuso medidas concretas ni se realizaron movimientos de protesta.

    En la Cámara de Diputados, el socialista Antonio de Tomaso denunció las matanzas y planteó el peligro que constituía la impunidad de los jefes militares que llevaron a cabo la represión, advirtiendo que si no se juzgaba a los responsables, el futuro del orden constitucional quedaría a merced de posibles dictaduras militares. Su moción de constituir una comisión investigadora parlamentaria fue rechazada: los diputados radicales defendieron la jurisdicción de los tribunales militares que, por otra parte, no se expidieron.

    La violencia revolucionaria y contrarrevolucionaria de la Patagonia culminó con más violencia y una curiosa cadena de venganzas políticas.

    El 23 de enero 1923, un anarquista alemán, Kurt Wilkens, asesinó en la ciudad de Buenos Aires al teniente coronel Héctor B. Varela. El asesino arrojó una bomba contra el militar y luego los ultimó de varios disparos de revólver. Detenido y alojado en la cárcel, Wilkens fue asesinado de un disparo por el guardiacárcel Jorge Pérez Millán, que había sido prisionero de los obreros revolucionarios en la Patagonia. Internado en un instituto psiquiátrico, Pérez Millán a su vez fue asesinado por un demente que actuó inducido por los anarquistas.


MASACRE DE INDÍGENAS


    También el segundo presidente radical, el doctor Marcelo T. De Alvear tuvo su affaire obrero. Se produjo en otro territorio nacional, ubicado esta vez no el sur del país sino en norte, en la actual provincia del Chaco. Allí en 1924, se produjo la primera y única huelga agrícola indígena de la historia argentina que culminó en la denominada “masacre de Napalpi”.

    A comienzo de 1924 alrededor de 800 aborígenes tobas, liderados por el cacique Pedro Maidana, iniciaron un movimiento huelguístico demandando mejores condiciones de trabajo, pago en pesos y no en vales por sus tareas, que terminara la ocupación ilegal de “blancos” en sus tierras, entre otros reclamos por atropellos que “venían sufriendo desde XIX con la anuencia y distracción de las autoridades civiles y militares”.

    Una delegación de caciques presidida por Maidana intentó viajar y llegar a la ciudad de Resistencia para parlamentar y presentar sus reivindicaciones, pero fueron detenidos por las autoridades al aproximarse a la localidad de Quitilipi, situada a poco más de cien kilómetros de la capital del Territorio Nacional y obligados a retornar a la reducción de Napalpi. Ante la negativa de las autoridades de dialogar y llegar a cualquier tipo de acuerdo comenzaron a organizarse proyectando trasladarse a las provincias DE Salta y Jujuy para trabajar en los ingenios azucareros. Pero, el gobernador Fernando Centeno –nombrado en forma directa por el presidente Marcelo T. Alvear-, enterado del proyecto prohíbe a los indígenas abandonar el Territorio Nacional del Chaco.

    El movimiento huelguista indígena se extendió rápidamente por todo el ámbito rural del Chaco sumando a los hacheros criollos provenientes de Corrientes y a los cosecheros originarios de la provincia de Santiago del Estero adquiriendo el carácter de un conflicto laboral de gran envergadura.

La ausencia de mano de obra en el campo chaqueño desató las protestas de los terratenientes y gerentes de las empresas extranjeras dedicadas a la explotación de la madera y tanino de la provincia que no podían levantar las cosechas, sembrar o talar en momentos en que comenzaba la campaña algodonera. El gobierno del Territorio Nacional comenzó a mencionar la necesidad de “escarmentar a los que dan el mal ejemplo”.

Ante el agravamiento de la crisis, el 12 de julio de 1924, el Secretario de Territorios del Ministerio del Interior, Elordi, viajó en forma urgente desde Buenos Aires con la intención de mediar en el conflicto. Pero sus gestiones ante los caciques reunidos en Napalpí fracasaron por la intransigencia del gobernador en aceptar alguna de las demandas de los hueguistas.

El 16 de julio, el gobernador Fernando Centeno envió a la zona al comisario de órdenes de Sáenz Loza con cuarenta hombres de la Policía Nacional de Territorios para reforzar los efectivos policiales que se encontraban en la zona de Machagal. Sáenz Loza era un típico exponente de la “policía brava”, caracterizada por su brutalidad en la represión de cualquier desorden. Bajo y robusto, era el típico brutazo con poder –se los supone analfabeto porque al parecer sólo sabía dibujar su firma-, obsecuente con los superiores y despiadado tanto con sus subordinados como con  los posibles delincuentes.

Preparando la represión el gobernador comenzó a telegrafiar al gobierno nacional alertando sobre una posible “sublevación” y hablando del “malón que se avecina” solicitó al Ministro del Interior el envío de tropas del Ejercito. El ministro se niega a enviar al Ejército pero alerta a la 3º División Militar para que prepare a sus efectivos para actuar ante la eventualidad de un ataque.

El 18 de julio de 1924, el gobernador Centeno ordenó al jefe del Policía Nacional actuar en defensa los colonos blancos ante el peligro de un malón toba.

En la madrugada del 19 de julio de 1924, el comisario Sáenz Loza, secundado por el comisario de Quitilipi, José B. Machado, comandando a 130 policías y un número no determinado de civiles armados –hacendados y capataces de obrajes- rodearon la comunidad de Napalpí. Los indígenas intentaron refugiarse en la espesura del bosque pero los atacantes, auxiliados por un avión biplano perteneciente al Aeroclub Chaco, denominado “Chaco II y tripulado por el sargento Emilio Esquivel y un civil, incendiaron la toldería y el bosque circundante obligándolos a salir.

Los indígenas, hombres mujeres y niños, fueron masacrados por disparos de Mauser y Winchester y rematados a golpes de sable y machete. Los atacantes cortaron las orejas de los indígenas –siguiendo una práctica aplicada comúnmente por los estancieros contra los aborígenes patagónicos-. El cacique Pedro Maidana fue castrado y finalmente empalado junto a sus dos hijos José y Marcelino.

Los criollos correntinos y santiagueños que acompañaban a los indígenas en la protesta sufrieron mejor suerte. ¡A ellos sólo se los degolló...!

La represión se prolongo durante más de tres meses persiguiendo a quienes sobrevivieron al ataque inicial, pese a que la Cámara de Diputados envió una comisión investigadora al lugar de la masacre.

Algunas jóvenes indígenas tomadas prisioneras en un primer momento fueron luego asesinadas tras ser reiteradamente violadas. Una treintena de prisioneros fueron obligados a cavar fosas comunes, apilar los cadáveres, rociarlos con querosén y alquitrán y prenderle fuego. Luego de quemar los cadáveres por varios días, los prisioneros fueron a su vez asesinados.

Según la estimación de las comunidades indígenas sobrevivientes los muertos alcanzarían a 450 personas. Pero esta cifra es muy difícil de precisar debido a que las víctimas eran indocumentadas, en su mayoría se trataba de trabajadores rurales que se desplazaban en busca de trabajo en una amplia área territorial y no existían datos censales en la zona.

Según relata el historiador Carlos López Piacentini, el comisario Sáenz Loza guardó durante años un frasco grande lleno con orejas humanas conservadas en alcohol de las cortadas en aquella “batalla” .

En 1994, el Congreso Nacional decretó que todos los  19 de julio se conmemorase el Día Nacional del Indígena en recuerdo de las víctimas de esta masacre.  
      
   
EL USO DEL PATRONAZGO OFICIAL EN EL ESTILO RADICAL

Luego de su fracaso con los sindicatos y en un esfuerzo por contener su pérdida de apoyo popular y el prestigio que ganaban grupos rivales como la Liga Patriótica, el gobierno radical apeló más concretamente en 1919 a sus vínculos con los estratos medios, anticipando el advenimiento de la política de patronazgo y la creciente importancia de los aparatos partidarios en la década del veinte. A partir de entonces creció rápidamente la influencia de los grupos provenientes de los estratos medios en el radicalismo, y la posición de Hipólito Yrigoyen llegó a depender de conservar la adhesión de estos aparatos.

La estructura social de la Argentina urbana determinó la importancia política del sistema de patronazgo oficial y el estilo de la actividad local de la radicales, con su énfasis en los vínculos zonales y su fuerte favoritismo por el sector terciario. Influencias análogas eran notorias en el tipo de prebendas con que traficaban los comités y los punteros para reclutar adeptos. La elite tradicional había apelado sistemáticamente a la utilización del fraude electoral porque tenía escaso control de los empleos urbanos, fuera de los que provenían del Estado. Como el sistema no daba lugar, en general, a los empresarios privados, lo más que podían brindar los punteros eran empleos públicos y pequeñas obras de caridad. Resultó difícil para los radicales expandir el sistema a fin de convertirlo en un medio para la asimilación política de los inmigrantes; fuera de subsidios lisos y llanos, sólo eran capaces de gestos paternalistas bastante superficiales -los centros de atención médica y asesoramiento jurídico gratuito- y los famosos repartos de vino y empanadas en las noches anteriores a las elecciones. No estaban en condiciones, por ejemplo de conseguir trabajo en el comercio o la industria para los inmigrantes. Como resultado, sólo los estratos medios dependientes del patronazgo oficial tuvieron un papel destacado en el sistema político.

    En lo económico, el radicalismo defendió el principio de la intervención del Estado para regular las crisis que se producían como resultado de la libre aplicación de las leyes del mercado mientras que en el plano externo se adoptó una posición ligeramente proteccionista. Fue notorio sin embargo, que durante los gobiernos radicales no se implementó un nuevo proyecto nacional sobre la base de un sistema orgánico de ideas para reemplazar el agotado proyecto de los notables. En lo político, el radicalismo defendió fervientemente las libertades públicas, particularmente durante la época de Alvear, pero pareció al mismo tiempo conformarse con una ampliación limitada de la participación política.

El primer gobierno radical tomó medidas para modificar la redistribución del ingreso, pero no intentó practicar reformas de carácter estructural para modificar la base económica de una sociedad en la cual la elite tradicional constituía el sector de la sociedad civil mejor representado en la sociedad política. El esfuerzo de los radicales se orientó hacia el logro de la consolidación de la economía agroexportadora. El partido no pudo evitar que los grupos vinculados al agro y a las exportaciones se beneficiaron con el auge económico que se produjo con la Primera Guerra Mundial. Para no perder el apoyo de los estratos medios, el radicalismo recurrió al patronazgo oficial e incrementó el número de empleos públicos para consolidar un esquema de poder en que el punterismo y el clientelismo jugaron un papel esencial.

    El poder de los sectores que controlaban la economía no fue afectado durante los gobiernos radicales precisamente porque existía una estrecha relación entre el partido y el sector agrario. Cinco de los ocho ministros que componían el gabinete de Hipólito Yrigoyen eran ganaderos de la provincia de Buenos Aires o estaban relacionados con el sector exportador. Por ese motivo el radicalismo no planteo las reformas profundas que el país necesitaba para que la ampliación del sistema político no se realizara en el vacío. Por otra parte, esta presencia dentro del partido de miembros de la elite tradicional hizo que los gobiernos radicales no intentaran modificar el carácter del Estado.

    En 1922, la popularidad de Yrigoyen era aún mayor que cuando fuera elegido presidente. La Constitución estipulaba que no podía ser reelegido, y nadie pensó nunca que Yrigoyen violaría la legalidad constitucional. "Del gobierno a casa"  era su lema y se atuvo a él. Siguiendo la tradición que habían establecido los presidentes de la elite, Irigoyen también impuso a su sucesor. Dentro del radicalismo se sabía que: "El Viejo apoya a Alvear...". El anciano caudillo eligió al aristocrático, temperamental, inteligente y a veces trivial embajador en París: Marcelo Torcuato de Alvear.

En las elecciones de abril de 1922 los radicales triunfaron en doce distritos, obteniendo 458.457 sufragios en tanto que los conservadores de la Concentración Nacional apenas superaron los 200.000 votos. Todos los otros partidos, reunidos, sumaron 364.932 sufragios. La fórmula de la U.C.R., Alvear - Elpidio González obtuvo más de cien mil votos sobre la cifra de 1916.

    Probablemente era la de Alvear una de las pocas familias argentinas que podía jactarse de una real aristocracia.  Su abuelo Carlos de Alvear, fue un guerrero de la Independencia, Director Supremo, héroe de la guerra con el Brasil que terminó sus días como diplomático argentino en los Estados Unidos de Norteamérica. Su padre Torcuato había sido el primer intendente de la ciudad de Buenos Aires después de su federalización en 1880. Un político roquista de ideas progresistas que contribuyó a darle a la “Gran Aldea” un aspecto de metrópoli europea. Alvear fue parte de la juventud dorada universitaria para la cual todo estaba permitido incluso el ser fundador de la Unión Cívica de la Juventud. Desde el inicio de su vida pública se vinculó a Hipólito Yrigoyen. Recibido de abogado en 1891, en la división de la Unión Cívica había permanecido con Leandro Alen. En el levantamiento radical de 1893 en la provincia de Buenos Aires dirigió el acantonamiento del Temperley, y hasta ocupó una cartera ministerial en el gobierno revolucionario. Durante el conflicto de las “paralelas”, en 1897, entre intransigentes “hipolistas” y concurrencistas “bernardistas”, se mantuvo al lado de Hipólito en la abstención y como presidente del comité provincial encabezó su disolución, quebrando toda posibilidad de concurrencia junto al mitrismo para enfrentar a Roca. Durante el duelo entre Hipólito Yrigoyen y Lisandro de la Torre ofició de padrino del líder radical. 

La vida de Alvear fue una mezcla de compromiso y aventura, de trivialidades y periodos de lúcida inteligencia, de militancia comiteril y conspirativa y de tomas de distancia para no quedar atrapado por el pueblo y el comité.

Alvear no era un principista, sino más bien un realista que percibía la política como una mezcla de pragmatismo y compromiso. No era, pues, un intransigente, porque la vida política era para él la prolongación de su manera de ser y de ver la vida social. Carecía incluso de la constancia en el sacrificio que caracterizó a Yrigoyen. Era un hombre del patriciado actuando en un partido popular, pero guardando identidad del estilo con la elite tradicional y con abierta comunicación con la elite .

El nuevo mandatario radical integró su gabinete con amigos personales, algunos de ellos sus compañeros de su época de estudiante universitario, que militaban en el sector radical que se oponía a Hipólito Yrigoyen. El vicepresidente Elpidio González, un incondicional del caudillo radical, fue prolijamente marginado de toda intervención activa en el gobierno.

    Los primeros años de la presidencia de Marcelo T. de Alvear constituyeron una excepción importante a la tendencia radical a agotarse en reivindicaciones políticas formales en el marco de una política distribucionista. Alvear ha sido frecuentemente acusado de no haber sabido infundir al radicalismo una clara orientación antioligárquica, antiimperialista y emancipadora. Esta tesis, sin embargo, tiende a pasar por alto el hecho de que Alvear intentó, al menos durante el comienzo de su presidencia, introducir modificaciones de fondo la política del primer gobierno radical en lo que se refiere al apoyo estatal que brindara a la industrialización por vía de la sustitución de importaciones. Entre las medidas tomadas por Alvear para proteger la industria nacional se pueden contar el aumento del sesenta por ciento de los aforos aduaneros a la importación de manufacturas producidas en el país. Es indudable que las medidas tomadas por Alvear fueron coyunturales y no respondieron a una estrategia de desarrollo concertada, pero en todo caso es posible afirmar que el segundo presidente radical fue el representante de una línea partidaria dispuesta a superar la mera voluntad transformadora de Yrigoyen a partir de una eficiencia programática que hiciera posible la concreción de los objetivos éticos que este estilo político perseguía.

El objetivo de Marcelo T. de Alvear era lograr un grado de industrialización doméstica para resolver el problema de la balanza de pagos deficitaria mientras que al mismo tiempo el proceso de crecimiento abriría nuevos espacios que facilitaría el ascenso social de los estratos medios. Al poco tiempo Alvear abandonó sin embargo su política proteccionista para alinearse con quienes sostenían la teoría de las ventajas comparativas, pero su posición original constituyó una posibilidad cierta, aunque efímera, de que el estilo radical completara en el terreno de la sociedad civil la transformación que había iniciado en el plano jurídico formal del sistema político ya que la industrialización del país hubiera contribuido a consolidar la democratización iniciada en el año 1912.

El estilo radical reconoció, en el intento de Alvear, el carácter dependiente de la economía argentina, criticó implícitamente la utilización del patronazgo oficial para fomentar la expansión indefinida de la burocracia y comenzó sugerir que la crisis argentina podía ser superada con la expansión del sector industrial inducida por el Estado. Este muy incipiente movimiento hacia una nueva forma de nacionalismo económico incluyó posteriormente la nacionalización del petróleo. Para los radicales la industrialización significaba la posibilidad de ofrecer nuevos medios de ascenso social a los estratos medios sin amenazar gravemente los intereses de la elite tradicional.

El radicalismo había llegado al gobierno como una alianza entre un sector progresista de la elite y los estratos medios de origen inmigratorio. Hipólito Yrigoyen articuló esta alianza. Durante su primera presidencia Yrigoyen aplicó políticas que claramente favorecían a los estratos medios. Algunas de estas políticas –en especial el aumento desmedido del empleo público y la Reforma Universitaria- unidas al desorden administrativo, las actitudes populistas y la obsecuencia de su entorno, distanciaron a aquellos de sus partidarios que provenían de la elite. La candidatura de Alvear evito el cisma por un tiempo pero, en 1924, la disidencia terminó por manifestarse públicamente cuando los descontentos creían contar con el apoyo de Alvear.

En agosto de 1924 se organizó la Unión Cívica Radical Antipersonalista la formaron los senadores nacionales Leopoldo Melo, Vicente Gallo, Martí M. Torino, el ex ministro del Interior Gómez, el ex gobernador de Buenos Aires Crotto, de Santa Fe  Lehman y Mosca, de Salta Castellanos, de San Juan Cantoni, de Entre Ríos Laurencena, al igual que otras personalidades como Mario Guido, Amado, Roberto M. Ortiz, Matienzo, Numa Soto y los Lencínas. Sus principales  baluartes eran Entre Ríos, Santa Fe, Mendoza y San Juan, otras situaciones provinciales le son adictas, como el caso de Santiago del Estero, Tucumán fluctuó pero finalmente se acercó al oficialismo.  

En 1927 comenzó la contienda electoral. El radicalismo antipersonalista tomó la delantera. Constituyó una alianza con sectores conservadores denominados “Frente Unico Radical” proclamando la fórmula Leopoldo Melo y Vicente Gallo. Los yrigoyenistas no definieron su fórmula hasta el 24 de marzo de 1928. Ese día una convención realizada en el Teatro de la Opera, se proclama la fórmula Hipólito Yirigoyen – Francisco Beiro. El viejo caudillo aceptó la nominación diciendo: “Ante la eminente y solemne expectativa del pueblo argentino, que repercute en todos los ámbitos de su territorio con las más intensas vibraciones cívicas, y bien compenetrado de que ellos condensan en suprema unción todas las idealidades del presente, esperanzas del futuro e infinitas irradiaciones de los destinos de nuestra nacionalidad, no puedo menos que inclinarme reverente a tan honrosísima designación, que me hace intérprete de los más fervorosos y sagrados anhelos patrióticos”.

El panorama electoral se completó con las fórmulas del Partido Socialista: Mario Bravo – Nicolás Repetto, Partido Comunista: Rodolfo Ghioldi – Miguel Contreras; Partido Comunista de la República Argentina: José F. Penelón – Florindo A. Moretti.

El radicalismo yrigoyenista triunfó en los 14 distritos donde se presentó, salvo en San Juan, donde se impuso el bloquismo integrante del Frente Único Radical.

El 12 de junio de 1928 se reunieron los colegios electorales y procedieron a la elección, que consagró para el primer término presidencial a Hipólito Yrigoyen y para el segundo término a Francisco Beiró, pero su muerte, producida al poco tiempo, determinó que el gobernador electo por Córdoba, Enrique Martinez se convirtiera en vicepresidente.

    Una vez reinstalado en el gobierno, en 1928, Hipólito Yrigoyen, gozando de un amplio apoyo popular -El viejo caudillo obtuvo 840.000 votos mientras que todas las fórmulas opositoras reunidas totalizaban 446.000 votos-,  volvió sin embargo a recurrir al patronazgo oficial y consolidó las viejas formas de inserción de la Argentina en el orden económico internacional como país agroexportador. Pero el tiempo había pasado en vano, Yrigoyen tenía 75 años y su salud no atravesaba  por su mejor momento. Había nacido en tiempos de Rosas y alcanzado su madurez tanto biológica como política antes de la Belle Epoque, nunca había viajado a Europa y sentía un profundo rechazo por todo lo que fuera innovación, por ejemplo se negaba sistemáticamente a emplear el teléfono o a escribir cartas a sus colaboradores.

 La estabilidad del gobierno duró muy poco. El 29 de octubre de 1929, el hundimiento de la Bolsa de Nueva York provocó el colapso de la economía capitalista mundial, que parecía atrapada en un círculo vicioso donde cada descenso de los índices económicos -exceptuando el desempleo, que alcanzó cifras astronómicas- reforzaba la baja de todos los demás. Tal como señala Hobsbawn la dramática recesión de la economía industrial norteamericana no tardó en golpear al resto del mundo. Se produjo una crisis en la producción de artículos de primera necesidad, tanto alimentos como materias primas, dado que sus precios, que ya no se protegían acumulando existencias como antes, iniciaron una caída libre. Los precios del té y del trigo cayeron en dos tercios y el de la seda en bruto en tres cuartos. Eso supuso el hundimiento –por mencionar tan sólo los países enumerados por la Sociedad de las Naciones en 1931- de Argentina, Australia, Bolivia, Brasil, Canadá, Colombia, Cuba, Chile, Egipto, Ecuador, Finlandia, Hungría, India, las Indias Holandesas (la actual Indonesia), Malasia, México, Nueva Zelanda, Países Bajos, Paraguay, Perú, Uruguay y Venezuela, cuyo comercio exterior dependía de unos pocos productos primarios. 

    Los efectos de la Gran Depresión sobre la política y la opinión pública fueron inmediatos, especialmente en América Latina donde doce países conocieron un cambio de gobierno o de régimen entre 1930 y 1931, diez de ellos a través de un golpe de Estado militar.


Ante las dificultades cada vez mayores que enfrentaba la Argentina como resultado de la caída estrepitosa de los precios de los productos agropecuarios en los mercados internacionales, el Gobierno abandonó la convertibilidad del peso -el cual automáticamente fue devaluado en veinte por ciento- para conseguir de esta manera una reducción de las importaciones y una mayor competitividad de los productos argentinos en los mercados mundiales.

Estas medidas provocaron un aumento de los precios en los artículos importados que consumía el país, incentivaron el proceso inflacionario y no resolvieron el problema del déficit de la balanza comercial. A partir de ese momento comenzó a aumentar el desempleo y se produjo una profunda crisis fiscal porque el Estado ya no tenía capacidad para contrarrestar las tensiones sociales a través del uso del patronazgo oficial. De allí en más se inició un proceso de descomposición del poder público y la consiguiente pérdida por parte del radicalismo del apoyo popular con que contaba hasta ese momento.

    Por ese entonces, el embajador norteamericano Bliss trazó un dramático panorama de la situación del gobierno radical: “Los antagonismos políticos y personales dentro del gabinete adquieren un carácter tal que permiten expresiones y opiniones, en conversaciones privadas, que se asemejan en mucho a la traición. El Presidente no confía en nadie y con su desfalleciente capacidad mental y la fuerza de la inercia que pueden, algunas veces, apreciarse en los ancianos, persiste, tozudamente, en el atascamiento de toda acción útil, manteniendo, de ese modo, un equilibrio que se asemeja al de un sonámbulo en una cuerda floja, que se da cuenta que caerá si se detiene en su marcha”. 

El estilo radical había democratizado la sociedad, pero la falta de una base ideológica clara y de un programa para la transformación de la sociedad argentina lo redujo en una mística sin contenidos prácticos sobre la cual recayeron una infinidad de cargos. Se acuso al Gobierno de fomentar la ineficiencia, la irresponsabilidad y el excesivo gasto público. Se hablaba también de la edad de Hipólito Yrigoyen, de la degradación de las costumbres y de los oscuros punteros de comité que tenían en sus manos los destinos del país patricio.

    El golpe militar del 6 de setiembre de 1930 se produjo en momentos en que el Gobierno de Hipólito Yrigoyen se aprestaba a sancionar la ley del petróleo que aseguraría el control del Estado sobre los recursos naturales. Reducir, sin embargo, la caída de Yrigoyen a un sólo factor sería desconocer otras importantes posibles causas. Lo cierto es que la elite desplazada temporalmente del Gobierno en 1916 no tardaron en recomponer su presencia política, particularmente ante la existencia de una variedad de factores coadyuvantes que dificultaron la acción del radicalismo.

    El estilo político imperante sólo pudo comenzar a trascender la estrecha estructura del patronazgo oficial utilizado por los radicales cuando creció el sector industrial. Aunque el proceso de industrialización aún estaba inconcluso, el rápido crecimiento de una economía industrial fue uno de los rasgos más notorios del período posterior a 1930. El populismo burocrático del yrigoyenismo fue poco a poco dejando lugar a un nuevo estilo político, que inicialmente pareció encarar la defensa de los intereses globales específicos, pero pronto cayó en un nuevo sistema de conducción personal. De todos modos, el antiguo sistema no ha desaparecido del todo y el patronazgo sigue siendo un elemento importante en la política argentina y en la perduración del propio radicalismo.

Teniendo en cuenta el carácter general y los objetivos del radicalismo, puede decirse que no se diferenciaba de otros movimientos populistas - liberales de América Latina en ese período histórico. El partido perseguía como meta perpetuarse en el poder con el fin de alcanzar un sistema estable, mediante el cual pudiera conceder beneficios simultáneamente a diversos grupos sociales. Su razón de ser giraba en torno de problemas distributivos más que en torno de la reforma o el cambio social. Pese a que pretendía mejorar la situación de los sectores populares, la Unión Cívica Radical no era un partido que impulsase la reforma social.

El partido se proponía perdurar en el gobierno para satisfacer los intereses de su clientela política y consolidar el funcionamiento de instituciones democráticas. Su razón de ser giraba en torno de la ampliación de la participación política y de una distribución más equitativa de la prosperidad generada por la etapa postrera de la vigencia del modelo agroexportador. Cualquier propuesta seria de reforma o cambio social era ajeno a sus intenciones.

Aunque la casi totalidad de los historiadores afines al radicalismo han insistido en afirmar erróneamente que Hipólito Yrigoyen fue el primer presidente elegido por el “voto universal”, lo cierto es que el radicalismo llegó al poder de la mano de una escasa proporción de la población. Según José Bianco en su libro “Vida de las instituciones políticas”, de 1928, “en 1916 el porcentaje de votantes en la elección presidencial, en relación con la población total de la Nación fue del 9,679%; pasando en 1922, al 10,239%, hasta llegar en 1928 a un 14,418%”.

En otras palabras la llegada del radicalismo al gobierno significó una importante ampliación de la participación política con la incorporación de los estratos medios al proceso político. No obstante, la participación política distaba mucho de ser “plena o masiva”, en especial porque las mujeres y los extranjeros –que en ese entonces constituían un porcentaje muy importante de la población argentina- estaban totalmente marginados de la actividad política y sin derechos electorales. Esta situación se modificará recién en 1951 cuando, en tiempos de hegemonía del estilo peronista, se reconozcan los plenos derechos políticos de la mujer.

Al mismo tiempo, sus lazos con los consumidores de los estratos medios le impidieron promover la industrialización, por lo menos hasta que la cuestión del petróleo adquirió preeminencia, a fines de la década del veinte. En lo esencial, su objetivo era incrementar la tasa de crecimiento económico y utilizar el sistema político para distribuir una cierta porción de excedente, con vistas a crear una comunidad orgánica.

Luego de la caída del tercer gobierno radical en 1930 y de la muerte de Hipólito Yrigoyen acaecida pocos años más tarde, comenzó un lento proceso de autocrítica tendiente a la reconstrucción del partido. El estilo radical fue perdiendo gradualmente el espacio político que le perteneciera históricamente hasta que, finalmente, un fenómeno social nuevo a mediados de la década de los años cuarenta, el estilo político peronista, lo desplazó a una posición secundaria en el sistema político argentino.
En la mayoría de los aspectos, el primer experimento de democracia ampliada realizado en la República Argentina terminó en el fracaso. Casi todos los problemas que pretendió resolver eran tan evidentes en 1930 como lo habían sido veinte o treinta años atrás. El mayor cargo que puede imputársele fue su inhabilidad para generar un proyecto político de carácter nacional que, a partir de las nuevas formas de participación que este estilo político impulsaba, hubiese fortalecido la vida económica, política y cultural de la Nación. Fundamentalmente, el estilo político radical no consiguió superar el problema de la inestabilidad política y en verdad, fue su mayor víctima en el siglo XX.