martes, 6 de marzo de 2012

EL ESTILO POLÍTICO DE LOS NOTABLES 1880 - 1916

EL ESTILO POLITICO DE LOS NOTABLES


LA ARGENTINA ALUVIAL

El célebre historiador argentino José Luis Romero, reconoce en el proceso de formación de nuestro fondo étnico y social la existencia de dos ciclos bien caracterizados: la “Argentina Criolla” y la “Argentina Aluvial”.

La primera se inicia en 1810 con los sucesos de la Semana de Mayo y prolonga sus características hasta 1880, año en que se producen simultáneamente la federalización de la ciudad de Buenos Aires y la llegada al poder del general Julio A. Roca. Es decir, que abarca el período comprendido entre la independencia y la época en que comienzan a funcionar las instituciones constitucionales y empiezan a advertirse las primeras consecuencias de las políticas que esas instituciones propician.

El ciclo restante, es el resultado de las transformaciones sociales que trae consigo la aplicación de la política liberal, sobre todo en los aspectos vinculados con la inmigración. Este ciclo comienza, pues, a gestarse cuando se pone en ejecución el programa de los hombres de la “organización nacional”, y en su primera etapa, subterránea e indecisa, coincide con el último período de la “era criolla”.

Pero, ya hacia 1880 se aprecia que el país ha sufrido una gran transformación. “Desde luego –como aclaran Fernando Devoto y Marta Madero- que no todos los cambios tenían que ver con la inmigración, y ésta, a su vez, estaba vinculada con la increíble expansión agropecuaria que convertía modestas riquezas a escala sudamericana en enormes fortunas a escala internacional. La expansión traía también diversificación de actividades y la relativamente simple economía rioplatense generaba, desde su sector agropecuario, eslabonamientos hacia nuevos sectores urbanos e industriales y, a la vez, proveía de recursos para un Estado que construía su estructura administrativa, educativa, jurídica, política”

Es entonces cuando la “Argentina Aluvial” hace su aparición, anunciando su promisoria fisonomía y haciendo evidentes una multitud de nuevos aspectos y conflictos que, aunque difusos, no ocultan ni disimulan su complejidad, llegando hasta el presente sin que el ciclo se haya cerrado.

La política liberal que, según Romero, origina el actual ciclo histórico que vive la República Argentina, encuentra su fundamento en dos condicionantes geográficos que presentaba –y en gran medida aún presenta- el país al momento de su separación de España. Por un lado, la gran extensión territorial y, por el otro, el carácter desértico e inexplotado de ese gran territorio. Así lo advierte Domingo F. Sarmiento cuando, en las páginas iniciales de su “Facundo” no duda en sentenciar: “El mal que aqueja a la República Argentina es la extensión: el desierto la rodea por todas partes, y se le insinúa en las entrañas: la soledad, el despoblado sin una habitación humana, son, por lo general, los límites incuestionables entre unas y otras provincias. Allí, la inmensidad por todas partes: inmensa la llanura, inmensos los bosques, inmensos los ríos, el horizontes siempre incierto, siempre confundiéndose con la tierra, entre celajes y vapores tenues, que no dejan, en la lejana perspectiva, señalar el punto en que el mundo acaba y principia el cielo...”

Para Sarmiento, muy acertadamente denominado “el sociólogo del desierto”, todo esfuerzo por perfeccionar las instituciones del país carecía de sentido si previamente no se modificaba la realidad socioeconómica y demográfica del mismo. Tanto él como su contemporáneo, el constitucionalista tucumano Juan Bautista Alberdi, aportaron el sustento teórico para el programa de acción política que habría de producir esta transformación. Las consignas eran sencillas: poblar, educar y explotar las riquezas. Todo ello debía realizarse en el marco político – institucional formalmente democrático pero basado en un régimen de participación política restringida a unos pocos, una minoría calificada por el talento y la riqueza: los notables y en donde al “alejar el sufragio de manos de la ignorancia y la indigencia” se asegurase la pureza y acierto de su ejercicio, tal como proponía Alberdi. Haciendo suyo este programa los miembros de la elite en cuyas manos residía el poder se lanzaron con entusiasmo, en la segunda mitad del siglo XIX, a transformar el país para llevarlo de la “barbarie” a la “civilización”. Cuarenta años más tarde, Estanislao Zeballos, un claro exponente de la “Generación del 80”, en su obra “La rejión del trigo” –1883- sostiene los mismos argumentos con igual dramatismo: “!Nos ahoga el desierto! ¡El desierto es la muerte, la barbarie, la soledad cuando menos!
El más grande de todos los problemas nacionales, resuelto el de la organización, sigue siendo este; poblar los desiertos que comienzan en los arrabales de nuestras grandes ciudades y se extienden hasta los mares y las montañas, y hasta las mismas naciones que nos circundan”. Más tarde agrega: “Todos los problemas argentinos están subordinados al problema de la población. Sin ella no hemos de ser ricos, sin ella no seremos libres, sin ella no avasallaremos la barbarie de los desiertos que forman las seis octavas partes de la Nación”.

El momento histórico resultaba propicio para la transformación de las pampas argentinas mediante su poblamiento y la incorporación de los valores de la civilización europea. Precisamente en ese entonces Europa atravesaba por el período que Eric Hobsbabwn ha denominado como “la era del imperio” y que se extiende desde 1875 hasta el inicio de la Gran Guerra en 1914. En esa etapa los avances revolucionarios de la tecnología que se conocen como la segunda revolución industrial y disponía de excedentes en materia de hombres –la población europea pasó de aproximadamente 200 millones en 1800 a 430 millones en 1900- y capitales, precisamente los recursos que nuestro país requería para su incorporación a la división internacional del trabajo. Concretamente, el orden internacional que asomaba era propicio para consolidar el modelo agroexportador que si bien funcionaba en el país desde los tiempos de las “vaquerías” y el “saladero”, ahora alcanzaría su más alto grado de desarrollo.

Desde 1870 aproximadamente Gran Bretaña dejó de proteger a su agricultura para brindar mayor apoyo a las industrias básicas. El gobierno inglés prefirió importar alimentos baratos de Estados Unidos, Australia, Nueva Zelanda y la Argentina a proteger su producción rural como había hecho anteriormente. La reducción de los costos en los fletes marítimos y el desarrollo de la red ferroviaria contribuyeron a acercar los productos ultramarinos a los mercados europeos. Entre 1880 y 1889 la Argentina recibió el cuarenta por ciento de las inversiones inglesas en el mundo y sólo la crisis financiera de 1890 y la quiebra de la firma Baring Brothers detuvo este proceso.

Mientras tanto la producción rioplatense comenzó a diversificarse. Las lanas se vendían en Francia y Bélgica. Animales en pie se colocaban en los países limítrofes; la carne salada en Brasil y Cuba. Cantidades, bastante reducidas aún, de ovinos congelados, se vendían en Londres. En cuanto a los cereales, si bien sólo representaban al finalizar la década de 1880 un 16% del total de las exportaciones, seguían un ritmo ascendente que no haría sino intensificarse en los años venideros.

De nada sirvió que algunos lúcidos miembros de la elite advirtieran con claridad las limitaciones de un modelo que prometía la prosperidad sin industrias. Las palabras -tantas veces citadas- de Lucio V. López cuando, en los debates parlamentarios de la década de 1870, conservan toda su vigencia. “Un país sin industrias –decía López-, como el nuestro, está siempre expuesto a la crisis, porque el germen de las mismas ocupa el vacío que deja la falta de fábricas. No insistamos en buscar causas accidentales para nuestros males. La causa orgánica, la base de todo está en carecer de industrias por la falta de protección que se les dispensa” Pese a estas y otras invocaciones en defensa de la industrialización del país, las leyes del mercado terminaron por imponerse y Argentina ocupó el lugar que el orden internacional imperante le tenía reservado.

En esta forma, buscando atraer mano de obra y capitales para explotar sus recursos naturales el Río de la Plata se convirtió en un país de inmigrantes y nació la Argentina de hoy, como decía Pellegrini: “con el trabajo de los italianos y el dinero de los ingleses, construiríamos el gran País que soñábamos”


EL ALUVION INMIGRATORIO


Es difícil encontrar otro ejemplo histórico donde la influencia de la inmigración haya tenido tanta relevancia en la constitución del Estado como en el caso argentino. Incluso entre los países receptores de grandes flujos inmigratorios, como los Estados Unidos de Norteamérica, Canadá o Australia. En ninguno la proporción de extranjeros con relación a la población total, en las edades adultas, alcanzó el nivel que tuvo en nuestro país. Tal como se aprecia de analizar los censos nacionales de 1895 y 1914, donde los extranjeros constituían el 25% y el 30% respectivamente de la población argentina, mientras que en los Estados Unidos, por ejemplo, alcanzó un máximo del 14,7% en 1890 ó en 1910.

Al mismo tiempo, la distribución no fue uniforme y hubo áreas, como la ciudad de Buenos Aires donde los extranjeros constituyeron la mitad de la población en la ciudad de Buenos Aires –que simultáneamente fue concentrando entre una quinta y una sexta parte de la población total- y casi la mitad en el grupo de provincias de mayor peso demográfico y económico. Las provincias del eje fluvial recibieron el impacto del aluvión inmigratorio con mayor intensidad, estaban menos pobladas y el número de inmigrantes que allí se instaló fue mucho mayor que en las provincias mediterráneas.

Entre 1878 y 1927 arribaron a nuestras costas cinco millones y medio de personas de las cuales el 46% fueron italianas, un 33% españoles, un 3,5% francesas, un 3% rusas, el 14,5% restante se dividía en otras nacionalidades, incluso las provenientes de otras naciones latinoamericanas.

Es indudable que esta masiva presencia de extranjeros incidió profundamente en la estructura de la sociedad argentina, en sus aspectos demográficos, culturales, económicos y políticos.

El impacto demográfico es muy difícil de evaluar, pero es indudable que a partir de la llegada de los inmigrantes la sociedad argentina presenta mayores similitudes con las sociedades de la Europa mediterránea que con ninguna otra de América latina. Así lo describe un ácido refrán del humor popular al decir que mientras los mejicanos descienden de los aztecas y los peruanos descienden de los incas, los argentinos descienden de los barcos...

El carácter aluvial del fondo étnico argentino no es en sí mismo ni positivo ni negativo, es tan solo una realidad que ha condicionado el desarrollo socioeconómico, cultural y político del país.

El impacto económico fue importante en la medida que el inmigrante compensó en parte la falta de población que aquejaba al país, proporcionó la mano de obra necesaria para hacer productivas a grandes extensiones de tierras fértiles y transformó al país que hasta 1870 importaba cereales, en pocos años en uno de los principales productores y exportadores de granos del mundo. Así, por ejemplo, un “Albun Argentino”, editado por la provincia de Buenos Aires en 1913, contiene algunas precisiones de interés. Sólo esta provincia, afirma, produce más bolsas de maíz –1.700.000 toneladas- que toda Rusia y Canadá, dos países cerealeros. Mientras que las existencias de vacunos alcanzan a diez millones de cabezas de ganado, superando en volumen a las británicas, a las canadienses y a las australianas.

Ese flujo humano proporcionó también la mano de obra necesaria para la concreción de importantes obras de infraestructura –en especial la ferroviaria que pasó de 2.516 kilómetros en 1879 a 13.582 kilómetros en 1892, la portuaria, etc., que contribuyeron a acortar las distancias entre las pampas y los mercados europeos-, la construcción de viviendas y para ampliar las actividades comerciales y de servicios.

Al mismo tiempo, suministró mano de obra con diverso grado de capacitación y conocimientos prácticos indispensables en aquella etapa donde se comenzaron los primeros ensayos de industrialización en actividades que procesaban productos del campo como la lana y la carne. Por lo tanto, no significó modificar la orientación básica hacia la agricultura de exportación que tenía la economía argentina. En consecuencia, los primeros industriales identificaron sus intereses con los de la agricultura.

En síntesis podemos concluir que la participación de los inmigrantes en el ámbito socioeconómico fue diversa. No sólo por los conocimientos y experiencias laborales que aportaron a su arribo, sino especialmente, por las condiciones del mercado laboral y las características de la expansión económica al momento de su llegada al país.

El papel cumplido por el aluvión inmigratorio en la transformación socioeconómica del país estuvo en gran medida determinado por el régimen de tenencia de la tierra y por los medios utilizados por los distintos gobiernos para distribuir las tierras públicas. Desde tiempos de la Independencia las autoridades implementaron políticas de adjudicación de tierras que favorecieron la concentración de la propiedad rural en muy pocas manos, propiciando la formación de latifundios. La “Conquista del Desierto” a fines de la década de 1870 redujo considerablemente la población aborigen e incorporó a la actividad agropecuaria cuarenta millones de hectáreas que se distribuyeron en grandes propiedades. Una ley de 1878 vendió a precios muy bajos –400 pesos fuertes la legua- la tierra de frontera. En esta forma 109 propietarios adquirieron extensiones que oscilaban entre 30.000 y 270.000 hectáreas. Este hecho dificultó la instalación de la inmigración europea en áreas rurales, que hasta el momento se encontraban desérticas o semidesérticas, tal como pretendían los autores intelectuales del modelo: Sarmiento y Alberdi.

La instalación de población europea en las zonas rurales en calidad de propietarios se efectuó en forma limitada. La modalidad de “colonización” aplicada cerró el acceso a la propiedad rural a los inmigrantes sin capital. La entrega de tierras en forma gratuita o a crédito accesible –largo plazo y bajo interés- se realizó limitadamente hasta 1865.

La política migratoria se basaba en lo previsto en la Constitución Nacional de 1853 y en la ley 817 de “Inmigración y Colonización”, sancionada en 1876, durante la presidencia de Nicolás Avellaneda. Esta ley no contribuyó más que de una forma indirecta y limitada a promover la inmigración europea. Salvo el período entre 1887 y 1889, durante la presidencia de Miguel Juárez Célman, en momentos en que los dirigentes argentinos, preocupados por las políticas de promoción a la inmigración aplicadas por Brasil, decidieron imitarlas. Así, se implementó una política de pasajes subsidiados que culminó cuando estalló la crisis económica de 1890.

Esta ley establecía también una serie de facilidades para quienes arribaran al puerto de Buenos Aires desde ultramar, en segunda y tercera clase –esto prácticamente aseguraba su carácter de inmigrantes europeos-. Las facilidades consistían en alojamiento gratuito en el Hotel de Inmigrantes -situado en la zona de Retiro-, durante los primeros cinco días, pasajes gratis para trasladarse al interior del país y la posibilidad de obtener trabajo a través de una oficina creada para coordinar los pedidos de mano de obra efectuados por empresarios o propietarios de tierras.

A partir de 1880, momento de la masiva llegada de inmigrantes, la “colonización” estuvo en gran medida en manos de compañías o individuos que realizaron la división de las tierras y la organización de las “colonias”. Este proceso de colonización tuvo por eje central el área sur de la provincia de Santa Fe, junto al sur cordobés y el norte bonaerense, una zona que pasó a conocerse como “La Pampa Gringa”.

Lamentablemente, muchos de los individuos que organizaron las colonias y pueblos para los recién llegados realizaron esta actividad impulsados casi exclusivamente por el afán de lucro personal. La búsqueda de rápidas ganancias dio lugar a una intensa especulación sobre el valor de los campos. Entre 1883 y 1887 el valor de la tierra en la provincia de Buenos Aires se incrementó en un 1.000%, en Córdoba en un 750%, en Entre Ríos en un 370% y en Santa Fe en 420%.

En consecuencia, los propietarios de grandes extensiones de tierras, en las zonas más rentables, tanto por su fertilidad como por su ubicación con relación a los medios de comunicación y a los centros urbanos, eligieron maximizar sus ganancias arrendando los campos. Al mismo tiempo muchos inmigrantes prefirieron ser arrendatarios de una amplia fracción de tierra antes que ser propietarios de otras más pequeñas.

Por otra parte, -como explica Fernando J. Devoto- muchos inmigrantes tenían una expectativa de residencia transitoria y, en consecuencia, no deseaban ser propietarios en la pampa argentina sino en su aldea de España o Italia de donde procedían. Que esto era así se desprende del monto de las remesas de dinero enviado a las zonas de origen y del destino del mismo, que cuando no se empleaba en la directa subsistencia del grupo familiar, se utilizaba para la adquisición de inmuebles.

Todas estas circunstancias determinaron que solamente una reducida proporción de inmigrantes pudiera radicarse en forma estable en el campo accediendo a la propiedad de la tierra; por lo cual una cantidad bastante mayor de ellos eligió instalarse en las ciudades y otra proporción de ellos retornó a sus lugares de origen o eligieron un tercer país para su radicación definitiva.

Como resultado de este proceso quedaron grandes extensiones de tierras sin población, en tanto que las ciudades pudieron disponer de una abundante mano de obra que influyó en el crecimiento urbano y en el futuro desarrollo de la industria. En el campo la mano de obra permaneció escasa aunque los altos salarios de la época favorecieron la formación de una masa de peones que coexistía con los arrendatarios que no lograban transformarse en propietarios.

La motivación fundamental de los inmigrantes de mejorar su condición de vida le da una característica especial a la sociedad entera. La lucha por la vida y en pos del ascenso social, como en los Estados Unidos, se desarrolla en algunas ocasiones al margen de toda contención moral y de todo sentimiento de pertenencia a una comunidad. Si bien el sueño de una rápida riqueza no se cumplió para todos. Hubo casos muy notorios de nuevos ricos que servían de estímulo a la imaginación de los recién llegados. Grandes fortunas surgidas prácticamente de la nada, como la que reunió el célebre Antonio Devoto, un inmigrante italiano que mientras trabajaba de sol a sol en el pequeño comercio de su propiedad murmuraba: “Pronto voy a ser rico, poderoso, en cuanto junte un capitalito para hacer pie”. Al llegar al 1900 ya había cumplido su sueño, al acumular una de las más importantes fortunas de la época, basada en la propiedad de campos, casas de consignación e inmuebles urbanos.


LAS IDEAS EN LA ARGENTINA DE LOS NOTABLES


La elite dirigente adoptó una ideología liberal, pero no un liberalismo romántico e idealista, sino pragmático y vinculado al esquema de desarrollo económico que ya habían elegido. Miguel Cané al defender en 1875, el sistema proteccionista, nos proporciona una clara visión de la difusión alcanzada por el liberalismo. Decía el autor de "Juvenilia": "Todos, señor Presidente, al abandonar las aulas de la Universidad, somos librecambistas acérrimos..."

Así, los grupos dirigentes, escépticos y conservadores en el ámbito político, fueron liberales y progresistas ante la sociedad que se ponía en movimiento. Como muy bien señala José Luis Romero: "el liberalismo fue para ellos un sistema de convivencia deseable, pero pareció compatible aquí con una actitud resueltamente conservadora... Había que transformar el país pero desde arriba, sin tolerar que el alud inmigratorio arrancara de las manos patricias el poder... Su propósito fue desde entonces deslindar lo político de lo económico, acentuando en este último campo el espíritu renovador en tanto se contenía, con el primero, todo intento de evolución."

En la práctica, sin embargo, cumplieron con lo sustentado por Maurice Duverger , sacrificando al liberalismo político para lograr una mejor aplicación de ciertos principios fundamentales del liberalismo económico: por una parte, la división internacional del trabajo -cada país debe concentrar sus esfuerzos en las actividades para las que tiene más recursos y está más dotado, con ventajas relativas respecto de los demás-, y por otra, la libertad de comercio.

Dicha posición estaba naturalmente basada en las enormes ventajas que el mercado internacional ofrecía a los países productores de alimentos, y era por lo tanto una consecuencia de la particular especialización del país como proveedor de dichos productos. Establecido este principio general, la aplicación de una política proteccionista se hallaba limitada por la necesidad de mantener la competitividad del sector agropecuario, que podía verse amenazada por la posibilidad de represalias por parte de los países que compraban nuestros productos, o por un aumento en el costo de los insumos.

La política económica implementada, en consecuencia, pondría énfasis –tal como se ha señalado anteriormente- en la atracción del inmigrante europeo y del capital de igual origen. Ambos factores se constituirían en los motores fundamentales de un proceso de transformación que tendió a poner bajo explotación las enormes extensiones de tierra cultivable, que hasta ese momento eran base de una economía rudimentaria cuyos productos fundamentales eran el cuero, el sebo y la carne salada. El papel del capital extranjero se hizo notar, principalmente, en la construcción o financiación de líneas férreas bajo protección de garantías estatales. Como resultado de la aplicación de estas medidas, en el campo se inició un proceso de renovación en las técnicas de producción, que tenía por características más destacadas la difusión del alambrado y el molino de viento, el mestizaje de ganado vacuno y ovino, el incremento de la producción lanar, de la agricultura en general y de los cereales en particular.

Cabe señalar que la actitud liberal de la elite en el campo del comercio exterior se reflejó con claridad en la política internacional argentina, orientada en gran medida a contrarrestar las tentativas norteamericanas encaminadas a la formación de una unión aduanera interamericana. De llevarse a la práctica dicha propuesta, hubiera puesto en vigencia un sistema económico de tipo proteccionista en perjuicio del comercio europeo que era el principal mercado para las exportaciones argentinas.

En el Primer Congreso Interamericano realizado en Washington en 1889, los delegados argentinos, Roque Sáenz Peña y Manuel Quintana, combatieron con éxito el proyecto norteamericano. La posición argentina respetó fielmente las instrucciones que el presidente de la República enviará a sus delegados: "La formación de una liga aduanera americana, incluye, a primera vista, el propósito de excluir a Europa de las ventajas acordadas a su comercio... Tal pensamiento no puede ser simpático al gobierno argentino... Por ningún concepto querría ver debilitarse sus relaciones comerciales con aquellas regiones del mundo adonde enviamos nuestros productos y de donde recibimos capitales y brazos" .

El librecambismo como doctrina económica dominante se integraba con el positivismo, filosofía a la que adhería la elite dirigente. Aquel era la ideología comercial –aun que no necesariamente la práctica constante- de las potencias hegemónicas, y en la medida en que los demás estados se comportasen de acuerdo con sus postulados se transformaba en un factor favorable para el desarrollo y la expansión de esas potencias.

Así Inglaterra, que había utilizado el proteccionismo para consolidar su hegemonía, se convirtió en campeona del liberalismo económico, y la adopción de esta ideología por parte de la elite tradicional insertó al país en el esquema inglés de dominación económica.

De todos modos, no era fácil advertir las consecuencias. La economía europea en la era del imperio propiciaba el desarrollo de la producción, del crédito y del comercio, y el mejoramiento de ciertas condiciones de vida en algunos países periféricos. Las características del territorio argentino y las circunstancias internacionales condicionaron, como se ve, el comportamiento de los dirigentes argentinos. Y la elite tradicional fue solamente en un sentido "agente" de los cambios que promovió. Es decir, que en gran medida, fue tan sólo una fiel interprete de una coyuntura internacional que ofrecía al país oportunidades que no habría de repetirse a todo lo largo del siglo que se iniciaba.


PAZ Y ADMINISTRACION


El comienzo de la década de los años ochenta marca, como ya hemos expresado, un corte fundamental en la historia social del país, al punto tal que Ezequiel Martínez Estrada lo denomina "el año de la muerte del gaucho" . A partir de esa fecha la “Pampa Bárbara” de Sarmiento comenzará a ceder su lugar a la “Pampa Gringa” de los inmigrantes y el progreso.

En el año ochenta se conjugaron varias tendencias que otorgarían un perfil singular a la sociedad argentina. En primer término, se articuló, luego de varias décadas de sangrientos enfrentamientos, un sistema de control social que por un tiempo permitió imponer en el terreno político una fórmula que aseguró a la elite tradicional el papel de árbitro en la evolución política y social del país.

En segundo término, tal como se ha descripto anteriormente se conformó en el ámbito internacional un "nuevo orden económico" que acentuó y otorgó rasgos definitivos a una modalidad de producción, circulación de bienes y acumulación de capital.

Luego el modelo agroexportador se potenció por la confluencia de un número considerable de factores entre los que cabe mencionar: la pacificación del país con el fin de las luchas civiles, la eliminación de las montoneras y los malones indígenas, La difusión de nuevas tecnologías: barcos frigoríficos a vapor, ferrocarriles, telégrafo, alambrado, molino de agua, cosechadoras a vapor, etc., mejoras en las razas vacunas y ovinas y mayor disponibilidad de mano de obra por el crecimiento poblacional de Europa, etc.

Por último, se manifestó plenamente el carácter "aluvial" de la sociedad, sometida al tremendo impacto demográfico y cultural de la inmigración, que se constituirá, con el correr del tiempo, en un permanente factor de perturbación en el sistema político.

Es así como la década del ochenta descubrió plenamente las posibilidades del modelo económico sobre el que se había basado entonces el proceso de crecimiento. La creencia de que se abría una era de prosperidad ilimitada, y que era posible alcanzarla profundizando las políticas trazadas desde la organización constitucional del país, orientó la política económica estatal. Entre sus instrumentos, la política fiscal cumplió un papel preponderante, en tanto proporcionó los recursos que posibilitaron la consolidación del papel del Estado como instrumento decisivo en el armado de la Nación.

Por otra parte, la llegada del general Julio A. Roca al poder inauguró una época de paz y prosperidad hasta entonces desconocida. "Todo es fácil -había expresado su predecesor: Nicolás Avellaneda en su último mensaje a la Legislatura-, lo que cuesta es constituir una Nación y fundar su gobierno bajo un régimen ordenado y libre" . Roca retomará estos mismos principios en sus palabras inaugurales: El presidente electo orientó a su futuro gobierno bajo el lema: "Paz y Administración", afirmando: "Necesitamos paz duradera, orden estable y libertad permanente; y a este respecto lo declaro bien alto desde este elevado asiento para que oiga la República entera: emplearé todos los resortes y facultades que la Constitución ha puesto en manos del Poder Ejecutivo para evitar, sofocar y reprimir cualquier tentativa contra la paz pública. En cualquier punto del territorio argentino en que se levante un brazo fratricida, o en que estalle un movimiento subversivo contra una autoridad constituida, allí estará todo el poder de la Nación para reprimirlo."

"Durante la presidencia de Roca -afirma Miguel Ángel Cárcano- la República trabaja pacíficamente. Después de las tempestuosas presidencias de sus antecesores, cuando los caudillos del interior se rebelaban constantemente contra el poder central y los jefes del ejército nacional participaban activamente en la vida política, sosteniendo y derrocando gobernadores e insubordinándose contra su jefe natural el presidente de la Nación, el período actual revela, en ese sentido, un apreciable adelanto. La acción firme y decidida del ministro de la guerra, Carlos Pellegrini, y del Presidente, mantienen la disciplina en el ejército, asegurando con ello el respeto y la obediencia a las autoridades constituidas."

Es así como "Paz y Progreso" se constituyeron en los términos complementarios de una fórmula de organización social exitosa.


La Ilusión del Progreso

Hacia finales del siglo XVIII; coincidiendo con la creación del Virreynato del Río de la Plata la economía de la región inició un lento pero sostenido proceso de crecimiento. Este crecimiento resultaba aún más evidente si se comparaba con la lenta evolución de la economía colonial hasta ese momento. Cuando se produjo la Independencia este proceso no se detuvo. Sólo se hizo más lento, por las convulsiones propias del proceso revolucionario y de las luchas civiles que le siguieron.

La independencia, al tiempo que creaba mercados internos y una nueva y mayor participación del Río de la Plata en el comercio mundial, transformó los vínculos entre los grupos dirigentes del país. Los intereses locales se organizaron a nivel nacional. Si bien, las elites del interior continuaron sus reclamos de mayor autonomía, lo hicieron principalmente como un instrumento de negociación durante las disputas surgidas durante la consolidación del Estado nacional.

Después de Caseros se hizo claro que se abrían al país serias perspectivas de crecimiento económico. No obstante, para concretarlo era evidente que se necesitaba un nuevo tipo de organización. La creciente internacionalización de la economía demandaba la incorporación de nuevos territorios y la formación de más amplios circuitos de producción y comercialización tanto para la exportación de productos agrícolas como para el creciente volumen de productos de importación.

Ya la denominada "generación del 37" -Echeverría, Sarmiento, Alberdi, Gutierrez y otros-, bajo la influencia del romanticismo triunfante en Europa, propuso un modelo de desarrollo para el país que combinaba los rasgos más sobresalientes de la evolución política e institucional europea y norteamericana, con el concepto de "progreso" como idea impulsora.

La Constitución Nacional de 1853 representó sin duda la concreción legal de este ideario y constituyó el programa de acción de la denominada “ Generación del Ochenta". Para los notables que se hicieron cargo de los asuntos públicos en las últimas décadas del siglo XIX el progreso del país dependía de la disponibilidad de tres factores: tierra, trabajo y capital -los clásicos factores de la producción- que pondrían en marcha el desarrollo del país.

Las consecuencias prácticas de la aplicación de esta fórmula fueron las siguientes: "Desde 1885 hasta 1889 entraron al país 739.000 inmigrantes; la exportación, que en 1881 fue de 57.000.000 de pesos oro, se elevó a 100.000.000 en 1888, y el intercambio comercial, de 113.000.000 de pesos oro en 1881, ascendió a 254.000.000 en 1889. En 1880 el movimiento de embarcaciones en todos los puertos de la república fue de 2.195.000 toneladas, llegando en 1889 a 9.938.000 toneladas. Las rentas nacionales en el mismo tiempo, pasaron de 19.594.000 a 72.000.000 y los ferrocarriles, que en 1871 solamente tenían una extensión de 852 kilómetros, capitales por 20.983.000 pesos oro y una entrada de 3.077.000 pesos oro, veinte años después poseían líneas que alcanzaban a 12.475 kilómetros, capitales por 379.000.000 e ingresos por 26.000.000 de pesos oro.

“En 1875 se exportaron 223 toneladas de cereales, y en 1890, 1.166.000; en 1872 existían cultivadas únicamente 73.000 hectáreas de trigo, y en 1891 llegaron a 1.320.000, y el maíz, que en aquel año alcanzó a 130.000 hectáreas, en 1888 se elevó a 801.000; en 1872 la producción de azúcar fue de 1.400 toneladas, pasando a 49.321 en 1889. El valor de exportación del trigo, que en 1882 fuera de 60.000 pesos oro, en 1891 ascendió a 13.677.000 pesos oro, y el del maíz, de 1.771.000 pesos oro en 1882 a 11.316.000 en 1890. Los viñedos ocupaban en 1891 una superficie de 29.000 hectáreas. Mendoza tenía cultivadas con viñas, en 1881, 3.874 hectáreas alcanzando en 1890 a 8.691 con 174 bodegas. La producción total de vinos en 1890 fue calculada en 602.000 hectolitros, por valor de 8.370.000 pesos oro. En 1877 se incorporaron 22.912.000 kilogramos de azúcar, reduciéndose a 12.853.000 kilogramos, porque dentro de un consumo de 50.000.000 de kilogramos, el 75% lo cubría ya la producción local."

Sin embargo, la expansión económica que tuvo lugar aproximadamente entre 1880 y la crisis económica de 1929, no constituyó un proceso de desarrollo sostenido debido a que se efectuó a través de industrias extractivas. Al mismo tiempo, la economía argentina quedaba tan fuertemente condicionada por sus vínculos con Gran Bretaña que terminaría por acompañar a esta potencia mundial en sus crisis y en su decadencia final.

Precisamente, los vínculos entre Argentina y el Reino Unido se hicieron más intensos cuando esta última iniciaba su declinación. No sólo había dejado de ser el único país totalmente industrializado y la única economía industrial. Si se considera en conjunto la producción industrial y minera –incluyendo la industria de la construcción de las cuatro economías nacionales más importantes, en 1913 los Estados Unidos aportaban el 46% del total de la producción; Alemania, el 23,5%, el Reino Unido el 19,5% y Francia el 11%. En 1860, el Reino Unido absorbía el 50% de las exportaciones de África, Asia y América Latina, ese porcentaje había disminuido al 25% en 1900. Sin embargo, la City londinense era el centro de las transacciones internacionales, de tal forma que sus servicios comerciales y financieros obtenían ingresos insuficientes como para compensar el importante déficit en la balanza de artículos de consumo. Por otra parte, la enorme importancia de las inversiones británicas en el extranjeros y su mariana mercante –En 1914, la flota británica de barcos de vapor era el 12% más numerosa que la flota de todos los países europeos juntos- reforzaban aún más la posición central del imperio británico con una economía mundial centrada en Londres y cuya base monetaria era la libra esterlina.

Finalmente, la conducción del Estado argentino durante la era del progreso, estuvo en manos de una elite preocupada por conservar su predominio político que en convertir el crecimiento económico en un proceso sostenido.


Ganar la paz


Así como diversos factores positivos permitieron a la Argentina iniciar su proceso de crecimiento sostenido, otros factores obraban como impedimento o retraso de ese mismo proceso. En especial, la gran extensión territorial que provocaba la dispersión y el aislamiento de los mercados locales, la escasez de población, que reducía la mano de obra disponible y restaba envergadura al mercado interno, la carencia de medios de comunicación y transporte eficaces, la falta de un mercado financiero y los problemas que dificultaban la incorporación de nuevos territorios a la actividad productiva; y la falta de garantías a la propiedad y a la vida. Todos estos factores obraban como limitación a la iniciativa privada.

Los miembros de la elite comprendían acabadamente que si pretendían atraer hombres y capitales debían pacificar y organizar el país, eliminando a todos aquellos elementos que se oponían al avance de la “civilización”. En especial, terminando con los desafíos al monopolio de la violencia por parte del Estado, particularmente, los constituidos por indios y caudillos.

Precisamente, ese monopolio de la violencia era una evidencia del real funcionamiento del Estado. Un Estado que sólo podía estructurarse como tal cuando diversos grupos sociales fueran capaces de alcanzar un acuerdo político sobre la adopción de un modelo de sociedad que les permitiera movilizar los recursos necesarios para terminar con la anarquía y la inseguridad.

Esa tarea fue llevada a cabo por una coalición de distintas fracciones de la naciente burguesía nacional. En esa alianza el papel central correspondió a sectores de la elite porteña y hacendados de la provincia de Buenos Aires. A ellos se vincularon por sus antiguos lazos familiares, sociales y comerciales un heterogéneo grupo de comerciantes, abogados, intelectuales y militares que pertenecían a los sectores adinerados de las principales provincias del Litoral y del Interior del país. Con el transcurso de los años esta coalición adquiriría mayor cohesión social y política, haciendo valer sus privilegios como clase dominante. Para algunos será una oligarquía, para otros el patriciado o la elite tradicional. Para nosotros la denominación de notables tiene mayor entidad.

El naciente Estado en manos de los notables comenzó a reclamar jurisdicción sobre diversos aspectos de la sociedad criolla. El primer campo que atrajo su atención fue el jurídico. El caos legal imperante desde tiempos de la Argentina Colonial era incompatible con la seguridad jurídica que las nuevas inversiones demandaban. Fue necesario organizar el sistema judicial con nuevos códigos basados en la tradición jurídica europea adecuada a las características propias de la sociedad argentina.

El fortalecimiento del Estado nacional se realizó, en algunos casos, a expensas de una pérdida de poder de otras instituciones. Así, la Iglesia vio disminuido su papel social con la creación del Registro Civil, que terminó con su monopolio sobre los registros de nacimientos, casamientos y defunciones. La nueva institución no surgía como resultado de un conflicto entre Iglesia y Estado, ni por los prejuicios anticlericales de algunas figuras de la elite. El Registro Civil laico era un instrumento clave para la libertad de cultos y por ende para atraer inmigración proveniente de países no católicos –cristianos ortodoxos originarios del Imperio Ruso, musulmanes que venían del Imperio Otomano e inmigrantes judíos provenientes de Europa Oriental-. Otras veces supuso una reducción en las facultades retenidas por los gobiernos provinciales. Tal fue el lento proceso de reemplazo de las milicias provinciales por un ejército nacional profesional, estable y apolítico –al menos por el momento-.

En diversas ocasiones el Estado nacional debió coordinar su accionar con los gobiernos provinciales. El ámbito educativo fue uno de estos casos. Allí el gobierno nacional tuvo una creciente participación, adjudicándose facultades de supervisión y legislación nacional. La elite comprendió que la alfabetización de la población era fundamental para el correcto funcionamiento de la economía y la administración pública y privada y la asimilación del flujo inmigratorio. En especial, para el futuro funcionamiento pleno de las instituciones democráticas, tal como advertía Domingo F. Sarmiento al insistir en la necesidad de “educar al soberano”.

La escuela pública era el instrumento necesario para suministrar a los hijos de los inmigrantes el idioma nacional, el amor a la nueva patria y los principios básicos de la ciudadanía. Como muy bien señala Hobsbabwn: “Hasta el triunfo de la televisión, ningún medio de propaganda podía compararse en eficacia con las aulas” .

Otras actividades organizadas por el Estado nacional en asociación con los estados provinciales se vincularon con la colonización, la contribución de obras públicas, los ferrocarriles, el control sanitario, la navegación, las comunicaciones –correo y telégrafos, etc-.

En muchas ocasiones el Estado otorgaba en concesión la explotación de ciertos servicios o la ejecución de obras públicas. Este proceso contribuyó a la formación de un sector empresarial íntimamente ligado al Estado –nacido a partir de los proveedores del Ejército en la Guerra de la Triple Alianza y consolidado en la Campaña del Desierto-, y al uso que los gobierno hacían del patronazgo oficial. Esta vinculación entre Estado y empresariado se prolongara a través del tiempo y tendrá diversos efectos sobre el sistema político.


LA POLITICA DEL ACUERDO


La Argentina de los notables, tal como hemos visto anteriormente, presentaba una sociedad estructurada en forma relativamente sencilla, gobernada por una elite, depositaria de la "opinión pública", cuyos miembros personas altamente calificadas, se alternaban en el ejercicio de múltiples funciones. En ocasiones los encontramos como hacendados, en otras como periodistas o escritores. Si la situación así lo requiere no dudan en tomar las armas y convertirse en aguerridos soldados. Como políticos son oradores consumados y legisladores de nota. Tal afirmación nos surge como conclusión necesaria de la más leve revisión de la biografía de sus principales exponentes.

El presidente Carlos Pellegrini -por ejemplo-: "era un orador consumado, diputado, economista. Fundó el Banco de la Nación y las dos instituciones más representativas de todo un sector social: el Jockey Club y lo que luego sería el Partido Conservador. Pronunció en la Cámara de Diputados una de las más auténticas piezas oratorias pro industrialistas de la época y el más serio análisis crítico previo a la ley Sáenz Peña, sobre la legitimidad en que reposaba el poder político de su grupo, invitándolo a sincerarse con la realidad que iba aproximándose".

Miguel Angel Cárcano – también integrante de esta elite- nos traza de Pellegrini el siguiente retrato: "Era el tipo de caudillo porteño del ochenta; el hombre de Estado pragmático y realista, sensible a las necesidades del país. Pensaba con hechos. Su inteligencia trabajaba en función de soluciones prácticas".

"Le dominaba la pasión por la política. Su talla como hombre de Estado, era semejante a Sáenz Peña; éste más reflexivo y ecuánime, Pellegrini más apasionado, activo y eficiente, absorbido por la función pública y los asuntos de gobierno, durante más de cincuenta años. Como gobernante u opositor su actitud es semejante a los políticos ingleses de la época victoriana, atraídos por el progreso y la riqueza, por el poderío del país, más que por el mejoramiento del sufragio, la mejora de la clase obrera y la cultura social. Sostenía que el progreso institucional debía ser producto de una pacífica evolución de las ideas, respetando las autoridades constituidas y el precepto leal".

"En épocas de crisis aparece en Pellegrini el otro personaje, el del surgimiento italiano, que recuerda a su abuelo, cuando la pasión por la noble causa lo integre a la lucha y no vacila en olvidar el respeto por el derecho y la ley, para emplear hasta la violencia, si es necesaria, para hacer triunfar su bandera" .

Con todas las luces y sombras, excesos y aciertos, Pellegrini es una de las personalidades más atrayentes del escenario político argentino de la Argentina Liberal. Su gravitación personal actuó en forma decisiva en cuatro oportunidades para asegurar las instituciones y la autoridad de la nación. Apoyó a los presidentes Nicolás Avellaneda y Julio A. Roca en 1880, para resolver la cuestión de la federalización de la ciudad de Buenos Aires y dominar la insurrección de la provincia de Buenos Aires. Contribuyó a sostener la presidencia de Miguel Juárez Celman y a derrotar a la "Revolución del Parque" que pretendía derrocar al gobierno constitucional. Convertido en mortal adversario del presidente Roca, apoyó, en el año 1902, la política de paz con la República de Chile, cuando pudo con su voto y su influencia en el Senado rechazar los pactos que le sometía el ministro Joaquín V. González.

Después de la crisis política y económica de 1890, mejoró la administración y las finanzas, fundó la Caja de Conversión y el ya citado Banco de la Nación el 26 de octubre de 1891 que estabilizaron el valor de la moneda y sanearon la situación bancaria. Al término de su vida sostuvo la urgencia de la reforma electoral, la libertad y extensión del sufragio y la protección de las industrias; dio un nuevo programa al Partido Autonomista Nacional, dividido por las facciones, y prometió ajustar las instituciones políticas a la medida de la cultura y progreso del país.

Pero, tal vez Lucio V. Mansilla haya sido el ejemplo más caracterizado de los hombres de esa generación, incluso al asumir todas las contradicciones. Criado como federal, continuador de la tradición rosista, fue liberal y progresista, militar, héroe de la Guerra del Paraguay, primer gobernador del Chaco, jefe de fronteras, uno de los primeros argentinos en dar la vuelta al mundo, periodista, políglota, embajador en Berlín y San Petersburgo. Gran señor e idolatrado por sus soldados, hombre de salón y de toldería, jefe de fortín Río Cuarto, autor de una de las más perfectas piezas de la literatura nacional, traductor de Horacio y de Virgilio y lenguaráz de los pampas, oligarca e impulsor del progreso. Genuinamente criollo y universal a la vez. Su porte y distinción le ganaron un sitial destacado entre los “dandys” porteños.

Tal era la conformación de la elite tradicional, cuyos grupos dirigentes surgieron de los mismos establecimientos educativos, de las mismas familias, y participaron de los mismos clubes. En esta época en ámbitos como el Jockey, el Club del Progreso, o el Círculo de Armas, se encontraban todos los que mandaban, parientes muchos, condiscípulos casi todos, consocios en la totalidad. Para ellos no existían contradicciones entre sus intereses particulares y los de la república. Así lo expresó inconscientemente el general Julio A. Roca, quien poco antes de su muerte, ocurrida en 1914, afirmó: "Dudo que nadie pueda suplirme en el gobierno de La Larga -su principal estancia-, como no me han suplido hasta ahora en el gobierno de la Nación..." Eran una elite dirigente.

Los hombres de aquella generación eran antes que nada políticos y como tales encaminaron su acción hacia la obtención y el mantenimiento del poder. No eran ideólogos principistas obsesionados por la pureza de tal o cual doctrina filosófica o política, sino políticos pragmáticos.

En consecuencia –como muy bien señala Ezequiel Gallo en un brillante artículo sobre el roquismo- , no inventaron ni generaron ideas nuevas, sino que hicieron uso de aquellas que habían sido expuestas en la época en que les tocó actuar. Tampoco fueron creativos en las discusiones acerca de la adaptabilidad de dichas ideas a la realidad argentina. En todo caso, lo fueron menos que la generación precedente, de quienes heredaron las ideas de orden y progreso.

Sin embargo, es importante recordar que en pocos momentos de la Historia hubo ideas tan claras y centrales acerca de la sociedad, como en la segunda mitad del siglo XIX. Las viejas incertidumbres y el pesimismo característicos de los escritos de los economistas liberales clásicos -Adam Smith, David Ricardo y Robert Malthus- habían quedado atrás. Los escritos de Herbert Spencer, August Comte y Charles Darwin suplieron los viejos temores con una confianza ilimitada en el progreso creciente de la Humanidad.

Se necesitaba tan sólo barrer los obstáculos levantados por las creencias tradicionales, las supersticiones y la ignorancia para que el futuro se presentase lleno de esperanzas. Las naciones más dinámicas de Europa y los Estados Unidos de Norteamérica mostraban claramente los beneficios que proporcionaba el gran avance científico y tecnológico de la época.

La influencia de este sistema de ideas fue notoria en los países periféricos y, especialmente, en el mundo latinoamericano. Chile desde tiempo atrás, el Brasil de Pedro II y el Méjico de Porfirio Díaz fueron claros ejemplos de aquella influencia.

En la Argentina de los notables, el impacto no fue menos claro. El ámbito universitario y los círculos intelectuales fueron pronto ganados por ellas y los testimonios del avance de una nueva actitud científica son innumerables. Los nombres de Ameghino, Moreno, Gallardo y Holmberg se unieron a los de aquellos que intentaron aplicar el método científico a las disciplinas sociales y humanas. Con los escritos de Ramos Mejía, Agustín Álvarez, Juan Agustín García y muchos otros, las ciencias sociales y psicológicas comenzaron a gozar de una popularidad que no tuvieron antes.

Como se descubre fácilmente al repasar la crónica periodística y parlamentaria, el impacto de las nuevas ideas no se limitó a grupos reducidos de intelectuales. El torrente de censos y estadísticas que publicaban los distintos departamentos de los gobiernos nacionales y provinciales eran uno de los resultados de esa nueva actitud "científica".

Pero la nueva actitud tampoco se limitó a las oficinas de censos y estadísticas ni a los modernos departamentos de agricultura y trabajo: se extendió hasta departamentos como el de policía, donde proliferaron detalladas descripciones estadísticas sobre el delito y una explícita adhesión a las teorías criminológicas del italiano Lombroso y del genial José Ingenieros. Ni siquiera los habitantes del Jardín Zoológico escaparon a la nueva "ilustración". Eduardo Holbmerg los ubicó en edificaciones estructuradas en un plan arquitectónico que seguía fielmente las ideas evolucionistas de Charles Darwin.

En síntesis debe reiterarse que los hombres de la Argentina Liberal no crearon nada que no formase parte del panorama ideológico de la época en que les tocó en suerte vivir. Como veremos posteriormente, compartieron la mayoría de las ideas básicas con las fuerzas políticas que tenazmente se les opusieron. Su rasgo específico fue el de concretar los sueños de grandeza de la elite dirigente. Para hacerlo contaron con circunstancias más favorables que los gobiernos precedentes, pero es justo y necesario reconocer que supieron adaptarse a esas circunstancias con enorme flexibilidad y sin prejuicios estériles.

Ese conjunto de hombres personifica una etapa dentro del proceso de democratización: la de la participación limitada, donde sólo un pequeño grupo ejercía el liderazgo de una sociedad en la que los más eran conducidos, y en la que políticamente hablando no tenían opinión propia. Eso era sólo posible en una sociedad simple, poco evolucionada y de estructura nada compleja, en la cual sólo podían participar en el gobierno aquéllos habilitados por la riqueza, la educación y el prestigio.

La otra faceta sobresaliente del sistema político imperante a fines del siglo pasado, era la aparición de una práctica política viciada que aparecería por ese entonces y se convertiría en una característica permanente del sistema político en todas las épocas y con todos los gobiernos. Nos referimos a la práctica de crear lealtades políticas mediante recompensas personales. Es decir, el clientelismo.

Para ello, el principal mecanismo consistía en la distribución de cargos en la administración pública, así como de empleos burocráticos bien pagos. Este procedimiento era utilizado simplemente para eliminar a la oposición, o bien como medio de canalizar hacia distintos grupos políticos los beneficios provenientes del control del Estado. Entre las prebendas disponibles las más importantes en esta época eran el otorgamiento de créditos y el impulso dado a determinadas regiones del país mediante la autorización para que se construyeran ramales ferroviarios en ellas.

De modo que las lealtades y alianzas políticas terminaron por basarse en el sistema de patronazgo oficial y en la distribución de cargos públicos. Este sistema tenía, asimismo, dimensiones regionales y jerárquicas. Los caudillos políticos locales de segunda categoría controlaban las elecciones dentro de su zona de influencia sacando provecho de la porción de patronazgo que les era conferido desde la cima. El titular del ejecutivo ejercía su poder gracias al control total de los nombramientos para cargos oficiales y a las alianzas con los gobernadores de provincias.

La actividad política, que consistía en gran medida en el intercambio de favores de distinta índole entre los miembros de la elite. Se basaba en reglas no escritas cuyo funcionamiento era conocido sólo por los participes del sistema. La estabilidad política dependía íntimamente de la expansión económica y de la continuidad de las inversiones extranjeras. Ellas eran en gran medida la fuente de ingresos de que disponía el Estado para asignar recompensas entre los grupos políticos.

Los riesgos de inestabilidad que significaban los comicios y la participación política fueron sorteados durante un extenso período por la alianza establecida entre los miembros de la elite, aún entre los adversarios de la época federal. El método de selección de los gobernantes -la denominada "política del acuerdo"- sería consecuente con los propósitos de aquella alianza tácita.

Para comprender la verdadera dimensión, que la "política del acuerdo" alcanzaba en el sistema político imperante, resultan ilustrativas las palabras con que Carlos Pellegrini, en agosto de 1890, condicionó su aceptación al cargo presidencial. Dijo el "gringo" Pellegrini, dirigiéndose a los "notables" -hombres de negocios y banqueros- que lo rodeaban: "La Constitución acaba de hacerme Presidente, pero la ruina que amenaza al país me prohibiría aceptar el puesto si no fuera capaz de evitarla, en cuyo caso el patriotismo me aconsejaría dejar lugar a otros que pudieran salvar la situación y a cuyas órdenes yo sería el primero en ponerme. Necesitamos de ocho a diez millones de pesos para pagar en Londres el 15 del corriente mes, es decir de aquí a nueve días, el servicio de la deuda externa y garantías de los ferrocarriles: en el Banco Nacional no tenemos nada, si no pagamos, seremos inscriptos en el libro negro de las naciones insolventes. Sólo la ayuda de todos los que están en condiciones puede salvarnos: ¡Reclamo de ustedes esa ayuda en nombre de la Patria! Se trata de una contribución inmediata y reservada, porque si divulgáramos lo que pasa, agravaríamos con el pánico, hasta hacerlo incurable, el mismo mal que tratamos de remediar. Si no tenemos el coraje de arriesgar los bienes, podemos perder lo que nos queda a más de lo que ya hemos perdido; sólo arriesgándolo todo podemos salvarlo todo. Aquí en este pliego he proyectado las bases de un empréstito interno: los invito a ustedes a suscribir y pagar de inmediato, al contado, ese empréstito, que será una deuda de honor para la Nación; el resultado de la suscripción me dirá cuál es la confianza que inspiro y determinará mi aceptación o renuncia del gobierno."

Los presentes, después de leer las bases de ese empréstito fueron anotando en el pliego que les entregara Pellegrini, el monto que iban a aportar. Un rato después volvió el dueño de casa, hizo la suma de las cantidades anotadas y luego exclamó con satisfacción: "Dieciséis millones. Ahora sí soy presidente." ¡Qué tiempos aquellos en que la Argentina encontraba sus hijos más dispuestos a servir los intereses nacionales que a procurar sus propios intereses!

Lógicamente la "política del acuerdo" ha despertado, tanto entonces como ahora, el repudio de políticos y escritores. Al decir de Paul Groussac, "los gobiernos que surgen del acuerdo de los dirigentes nacen huérfanos de opinión. La inmovilidad política es una traición a la ley del sufragio popular, conduce al monopolio de los empleos y perpetúa la vida parasitaria de esos subpartidos y grupos casi personales, que son la rémora o el escollo de las instituciones repúblicanas".

Por su parte los defensores del "acuerdo" como práctica política alegan que por ese entonces el país no se hallaba en condiciones aptas para desarrollar un correcto juego electoral. Pero, a decir verdad, son raras excepciones las ocasiones en que la Nación presenció comicios perfectos.

No obstante, aun una lucha precaria e ilegal, es el mejor estímulo para el ejercicio de los derechos políticos y el funcionamiento de los partidos políticos. Los fraudes y las imperfecciones se corrigen con el tiempo la experiencia, pero la renuncia a la acción cívica, generalmente, termina por permitir la instauración de gobiernos despóticos.


EL SISTEMA ROQUISTA

A partir de la década de los años ochenta, el extraordinario incremento de la riqueza consolidó el poder económico de un grupo social cuyos miembros fueron "naturalmente" aptos para ser designados gobernantes. Como hemos visto el poder económico se confundía con el poder político. Esta coincidencia entre poder político y poder económico dio origen a una particular caracterización del sistema político imperante. Los grupos dominantes pasaron a ser definidos como "la oligarquía". Esta denominación se convirtió para algunos en bandera de lucha y para otros en una explicación de la naturaleza del régimen imperante.

El término "oligarquía" –tal como señala Botana- posee un origen muy antiguo dentro de la ciencia política. Desde los tiempos de Platón y Aristóteles, oligarquía significa corrupción de un principio de gobierno. La decadencia, entrevista por los filósofos, de los ciudadanos que no sirven al bien de la polis, sino al interés particular de su grupo social. Palabra crítica que abunda en consideraciones éticas y que, al cabo, concluye explicando el ocaso de una aristocracia o de un patriciado. El largo itinerario que recorrió a través de los siglos y de los pueblos condujo también, que duda cabe, a la sociedad y la política de aquella época.

Ahora bien, el análisis del fenómeno oligárquico en la Argentina del tiempo de los notables se presta a diversas interpretaciones. Algunos autores consideran a la oligarquía como un grupo social determinado por su capacidad de control económico; para otros la oligarquía es un grupo político, en su origen representativo, que se corrompe por diversos motivos.

Por último, hay quienes consideran -más acertadamente- a la oligarquía como una elite gobernante, con un espíritu de cuerpo y con conciencia de pertenecer a un estrato socioeconómico superior, integrada por un tipo específico de hombre político: "el notable". Aún cuando estimamos que ésta última interpretación coincide a grandes rasgos con las notas esenciales del régimen sociopolítico del ochenta. Parece más acertado considerar a la oligarquía como un sistema de transferencia del poder mediante el cual un reducido número de participantes calificados -los notables- logró establecer dos procesos básicos: excluir a la oposición considerada peligrosa para el mantenimiento del sistema y "cooptar" por el acuerdo a la oposición moderada, con la que se podía transar sobre cargos y candidaturas.

Este régimen aparentemente sólido y estable tuvo en el general Julio A. Roca a su arquitecto y principal beneficiario. Roca era un caudillo pragmático, un hábil político, un liberal modernizador e inteligente y un conocedor sagaz de las debilidades ajenas.

En 1884, la revista humorística “Don Quijote”, editada por el periodista español Eduardo Sojo, inauguró la costumbre de bautizar a los políticos con apodos zoológicos. Desde entonces Roca fue “el zorro” y pronto la gente se acostumbró a llamarlo de ese modo. Pocas veces un mote fue más certero. En la política argentina Roca habría de ser zorro y león a un tiempo, como Maquiavelo aconsejaba a los gobernantes.

Decía el genial florentino en el Capítulo XVIII de su obra "El Príncipe": "Debéis por lo tanto comprender que hay dos modos de defenderse: por la ley y por la fuerza. El primero es el que conviene a los hombres, el segundo corresponde a los animales; pero como a menudo el primero no basta, es preciso recurrir al segundo. Esto es lo que con palabras veladas enseñan los antiguos autores a los príncipes cuando les cuentan como Aquiles y otros príncipes fueron confiados en su niñez al centauro Quirón para que los criara y educara bajo su custodia. El hecho de darles un preceptor medio hombre, medio bestia significa que un príncipe tiene necesidad de saber usar ambas naturalezas, ya que la una no podría durar si no la acompañara la otra. Dado que un príncipe se ve obligado a obrar competentemente según la naturaleza de las bestias, debe imitar los procedimientos del león y del zorro juntos, porque el primero solo no basta, ya que éste no sabe defenderse de las trampas, y el segundo tampoco, pues no sabe defenderse del lobo. Es necesario, pues, ser zorro para conocer las trampas, y león para espantar a los lobos. Los que sólo toman como ejemplo al león no saben cuidar bien sus intereses..."


Veamos tan sólo dos referencias de como Roca entendía que debía ser el comportamiento de un líder político. En septiembre de 1872, escribía a su concuñado Miguel Juárez Celman: "Usted tiene que hacerse más reservado si quiere que no nos den de repente un pesado chasco. Le recomiendo reserva hasta con los amigos más íntimos." Y a fines de 1880 insistía, con cierta erudición: "No olvide el consejo del cardenal Richelieu: Hablar poco, escuchar mucho, fingir interés en la necesidad de los otros, sin dejar por eso de hacerse temer."

Retomando el análisis del roquismo, comenzaremos por consignar que las bases del régimen fueron consolidadas a partir de los caracteres psicológicos y de las aptitudes personales del Presidente. Al hacer referencia a éstas últimas, sus contemporáneos perciben las más diversas facetas. Alberdi -por ejemplo- quedará prendado de su estampa de "archiduque austriaco", en tanto que Sarmiento ve tan sólo a un "barbilindo". No obstante, el sanjuanino no dudará en apelar a Roca para terminar con las últimas rebeldías de los caudillos provinciales. Más perceptivo, Nicolás Avellaneda sentenció: "He conocido a un oficial Roca que con una zorrería tucumana dará mucho que hablar a la República".

Con breves y certeras palabras, Armando Braun Menéndez traza el siguiente retrato de Roca: "Mediano de estatura y delgado, alta la frente, la barba rubia y cuidada, los ojos claros, algo salientes, de un mirar que podía ser acogedor, como irónico o despreciativo, siempre pulcro el uniforme de corte elegante, los modales suaves, a veces distantes, la conversación inteligente, intercalada de silencios en que naufragaban los postulantes y los adulones; Roca, indudablemente, tenía personalidad" .

Durante los dieciocho años que transcurrieron entre 1862 y 1880, Roca, antiguo oficial de Urquiza en Cepeda y Pavón, sirvió en el Ejército Nacional participando en todas aquellas acciones que contribuyeron a consolidar el poder político central. Estuvo a las órdenes del general Paunero contra Vicente Peñaloza; combatió en la Guerra del Paraguay; enfrentó a Felipe Varela en "Las salinas de pastos grandes"; venció a Ricardo López Jordán en la batalla de "Ñaembé"; sofocó el levantamiento de 1874 en el interior derrotando al general Arredondo en los campos de "Santa Rosa" y, por fin, incorporado al ministerio de Guerra durante la presidencia de Avellaneda y luego de la muerte de Adolfo Alsina, dirigió en 1879 la "Campaña al Desierto" que terminó con el problema del indio y posibilitó extender la soberanía argentina a las tierras de la Patagonia.

Esa trayectoria militar permitió a Roca mantener contactos permanentes desde sus comandancias de frontera con las emergentes elites gobernantes que progresivamente reemplazarían a los gobernadores del sistema federal; labor paciente de militar desdoblado en político que, sin adelantarse a los acontecimientos, fue moldeando un interés común para el interior capaz de ser asumido como valor propio por los grupos gobernantes. Porque de eso se trataba.

Las provincias, en alguna medida integradas en un espacio territorial más amplio y subordinadas de modo coercitivo al poder central, advirtieron que el camino para adquirir mayor influencia política consistía en acelerar el proceso de nacionalización de Buenos Aires y no en retardarlo. Los artífices naturales de ese interés común serían los gobernadores vinculados con Roca a través del Ministerio de Guerra y protegidos por Avellaneda.

El Partido Autonomista Nacional sirvió al presidente Avellaneda como estructura partidaria, canal para el reclutamiento de cuadros dirigentes y medio de comunicación política. La Liga de Gobernadores, alianza táctica que usaron las elites liberales del interior para defender sus intereses frente a los localistas porteños, era también parte de la estructura de poder del régimen y permanecía como un fuerte entretejido de lealtades que permitía el control de las situaciones políticas locales.

Cada gobernador debía asegurar, en su ámbito de influencia, el éxito electoral de la candidatura presidencial oficial. En retribución se le otorgaban los recursos financieros para lograr la estabilidad en el cargo y la posibilidad de prolongar su accionar político como senador al terminar su período en la gobernación. Un cronista parlamentario de la época, José Manuel de Yzaguirre, quien trabajaba para el diario “La Prensa”, describía en 1890 como funcionaba el sistema: “La práctica ha olvidado casi todo y ha establecido que, para ser senador, se requiere haber sido zurrador de pueblos y libertades, es decir, gobernador, tener los años que quiera encima, y ser semimudo por temperamento. No se habla nada de ser débil de carácter, inconsecuente por principio, negociante por costumbre, ni político silencioso por necesidad, pero en algunos casos se requiere también estas virtudes” Para completar apuntaba: “Basta ser gobernador de provincia para tener asegurada la banca en el Senado, y basta como consecuencia tener una banca en el Senado para aspirar con éxito a las gobernaciones de provincia” .

Esta era la forma natural de prolongar una exitosa carrera política. Si el dirigente provincial se alejaba de la línea política oficial era castigado con la intervención federal. Las provincias se manifestaron en favor del general Roca en función de su rivalidad con Buenos Aires y en búsqueda de una mayor participación en el manejo de los recursos nacionales. Las elites empobrecidas del interior pusieron en el roquismo sus esperanzas de una era de progreso.

Pero también algunos notables bonaerenses adhirieron rápidamente al roquismo. Antiguos miembros del disperso Partido Autonomista de Adolfo Alsina e incluso algunos mitristas desertaron de las filas de su jefe presintiendo que una nueva estrella asomaba en el firmamento político del país.

Entre ellos se destacaba Diego de Alvear, poderoso hacendado bonaerense, dueño de 300.000 hectáreas en Santa Fe donde su palacete, "La Quinta de Alvear", inauguró el modelo itálico en las estancias de esa provincia. Luis V. Sommi afirma que fue en la suntuosa mansión porteña de esta familia donde, entre sorbo y sorbo de té, cuarenta personas que representaban al más fuerte núcleo de la burguesía terrateniente decidieron votar por Roca. Otros de los noveles partidarios del conquistador del Desierto eran Antonio Cambaceres, miembro conspicuo del autonomismo, ganadero y empresario saladeril en Ensenada y Bahía Blanca y Carlos Casares, gobernador de la provincia de Buenos Aires antes que Carlos Tejedor, dueño de una estancia modelo en Cañuelas donde criaba caballos de carrera -su hermano Vicente fundo el establecimiento lácteo "La Martona" en 1891-. Pero quizás el más notable del grupo era Saturnino Unzué, yerno de Carlos Casares. Unzué, muy mitrista, había financiado la rebelión de 1874 cuyo episodio culminante tuvo lugar en "La Verde", uno de sus establecimientos rurales.

Como producto de esta nueva coalición política, a partir de 1880 la provincia de Córdoba, con el gobernador Antonio del Viso y su ministro de gobierno Miguel Juárez Celman, centro político de la coalición roquista, pasará a integrar el núcleo de los estados rectores, tal como lo hicieron en 1853 Santa Fe y Entre Ríos . Al mismo tiempo, el ejército de línea que el general Roca conocía bien y en el que había ganado justo prestigio, sería otra de las bases del régimen. Y el dominio paulatino de la administración servía como canal de transmisión de las directivas, y aún de concepción, que de los asuntos públicos tenía la elite.

Burocracia política, burocracia administrativa e incipiente burocracia militar. Si se añade a eso la coincidencia de los postulados del régimen tradicional, se comprende la vigencia del sistema roquista más allá de su gestión institucional y hasta la crisis de 1890 y su sorprendentemente larga agonía posterior.


EL PARTIDO AUTONOMISTA NACIONAL


El Partido Autonomista Nacional –el eje del sistema- no constituía propiamente un partido político sino más exactamente una reunión de notables bonaerenses y del interior, sin una estructura rígida que los subordinara. Este primitivo partido político como tal carecía de elementos de base propiamente dichos que le permitieran encuadrar a los electores, lo cual en la práctica no constituía un gran inconveniente para su control político.

Por esa época, los electores eran lo bastante poco numerosos y politizados como para seleccionar directamente entre los candidatos. La elección tenía lugar, de cierta manera, entre "gente bien", entre personas del mismo mundo, que se conocían recíprocamente más o menos. Desde luego existían algunos "clubes políticos"; que desempeñaban un papel muy reducido. Entre Caseros y el alzamiento radical de 1905, la actividad política se manifestó a través de un sistema libre y fluido de clubes, una creación local de los elementos de base, que no debe confundirse con los comités que florecieron más tarde.

Aclaremos esto. El comité tendrá una sede fija, un lugar abierto más o menos permanente, donde acuden los partidarios, los postulantes y los curiosos. El club, en cambio, era volátil y transitorio, y se reunía casi siempre en vísperas electorales en un teatro o salón, o al aire libre, al sólo efecto de elaborar una lista de candidatos o, más raramente, expedir una declaración de apoyo o repudio a alguna medida oficial o de carácter político. El club carecía de permanencia y casi de autoridades, aunque desde luego cada cual tenía por referente a alguna de las grandes figuras políticas del momento.

Estas estructuras estaban totalmente desarticuladas y gozaban de total independencia, su vinculación fincaba en el apoyo a una misma candidatura. Los clubes políticos reunían a un pequeño número de miembros sin tratar de aumentarlos, por lo tanto no desarrollaban ninguna propaganda, con vistas a extender su reclutamiento. Además no tenían miembros propiamente dichos, ya que estos grupos limitados eran de carácter cerrado y no se penetraba en ellos sino mediante una especie de cooptación tácita, o mediante una designación formal. Centro de un grupo relativamente cerrado, el club político reflejaba el designio de mantenerlo lo más cerrado posible. En algunos casos, sólo la fortuna rompía el cerco.

Era en eso, un claro ejemplo de la tendencia de la elite a constituirse cuanto antes en una estrecha oligarquía. Lo importante no era, claro está, lograr que no creciera el número de miembros del club. Lo importante era que no creciera demasiado el número de los que manejaban los asuntos públicos. Y el exclusivismo segregacionista del grupo dominante buscaba una expresión pública, un sitio donde pudiera manifestarse que sus miembros, y no otras personas, eran los que estaban instalados allí, el lugar donde se dirigía la vida política y, en cierto modo, la económica.

El poder de estos clubes reposaba en la calidad y no en la cantidad de sus miembros. Su actividad era normalmente estacional: alcanzaban el máximo en época de elecciones para reducirse considerablemente en los intervalos de los escrutinios. Eran un poco más que una institución ocasional, nacida para una sola campaña electotal y muerta con ella. Puede decirse, a modo de síntesis, que el "club", era una creación propia y singular de la Argentina de los notables.

¿Cuál era la dinámica interna del "club político"? Lucio V. López ha trazado una imagen caricaturesca de esta institución, con su famosa descripción de la reunión política en casa de Medea Berrotarán. Puede haber existido ese tipo de ámbitos donde se reunían grupúsculos de tales características en el Buenos Aires de aquella época, pero un examen de los diarios debe llevarnos a concluir que la descripción de "La Gran Aldea" refleja episodios excepcionales.

En vísperas de elecciones -y repetiremos que en Buenos Aires había comicios frecuentemente: nacionales, provinciales o municipales-, un grupo de ciudadanos invitaba a través de la prensa a los miembros de tal o cual "club" a reunirse un día determinado en un teatro o salón similar y también al aire libre como ya se ha dicho. Allí tenía lugar la asamblea.

Si bien no había discriminación expresa para entrar a ese foro, ni aún para hacer uso de la palabra, los "no iniciados" se veían relegados a una actividad desinteresada o pasiva; por lo tanto, en la mayoría de los casos la asamblea se limitaba a escuchar y aplaudir los las largos discursos pronunciados por los dirigentes, después de lo cual algunos de los organizadores proponían una lista de candidatos que se aprobaba por aclamación.

Y aquí terminaba la vida del "club" hasta otra oportunidad. Es cierto que algunos, como el "Club Libertad", conservaron su nombre durante años y una cierta continuidad de posición política. Pero nada impedía que ciudadanos disidentes fundaran otro club con el mismo u otro nombre, y se lanzaran a la captación de votos. Obviamente, para el acto electoral mismo, los patrocinantes del "club" se organizaban de una manera mucho más efectiva y belicosa, pero ello no alteraba la esencia coyuntural y breve de la institución.

La inexistencia de partidos políticos orgánicos hacía inútil la tarea cívica permanente: en consecuencia, no había necesidad de mantener un "aparato"; incluso hubiera sido molesta una estructura partidaria más estable, ya que los cambios de frente, las adhesiones o las rupturas eran vertiginosas e inconsultas, en tanto eran decididos por los dirigentes de un modo autocrático. Así, la renuncia de Adolfo Alsina a su candidatura presidencial para sumarse a la de Nicolás Avellaneda -1874-, o su conciliación con Mitre -1877-. El club era el organismo de base óptimo para aquella etapa de nuestra evolución política. No impedía ninguna maniobra y permitía formalmente una "participación popular" en las decisiones políticas.

La oposición era permitida, pero no había fuerzas políticas articuladas en el orden nacional que pudieran rivalizar con un partido hegemónico como el "Partido Autonomista Nacional". Las manifestaciones de una oposición extraña al sistema, como la que comenzaba a perfilarse en pequeñas organizaciones obreras, eran entonces fácilmente neutralizadas, mientras que la oposición propiamente dicha no contradecía las bases formales del régimen. Carente de recursos, de cohesión y de capacidad de dominio de las principales situaciones del interior, o asediada por el fraude, que era una práctica no descartada en el pasado por los actuales opositores, estos no hicieron peligrar la estabilidad del régimen durante el período roquista. El control de la sucesión presidencial era el broche de oro que garantizaba el mantenimiento del sistema.

En síntesis podemos decir que, el Partido Autonomista Nacional no era un partido de principios, ni una verdadera organización política. Era una agrupación de hombres que se formaba alrededor del gobierno. Carecía de doctrina y sus decisiones obedecían a la inspiración de su caudillo máximo: el presidente de la Nación.

Por ese entonces, un agudo observador extranjero dirá: "No existen partidos políticos doctrinarios, sino partidos personales y que no representan a ningún principio de gobierno".

Por su parte, Miguel Ángel Cárcano reseña la situación en la siguiente forma: "El país todavía no logra la constitución de partidos políticos estables y orgánicos, con ideas definidas y plataformas concretas, con estatutos que regulen su funcionamiento. Los partidos se unen o se dividen, se integran o destruyen según los intereses y voluntad de sus caudillos. La clientela siempre es dócil y los periódicos que ilustran a la opinión pública están dirigidos generalmente por los mismos caudillos. El pueblo no tiene gravitación en las soluciones partidarias, ni en la designación de las candidaturas que deciden los dirigentes en reuniones reservadas".

"Sólo existen dos grandes grupos políticos: el que ejerce el gobierno y el que se halla en la oposición. La lucha se traba para 'quitarte a ti, para ponerme yo' y en ella los principios y las ideas ceden a los intereses. La libertad electoral y la moral administrativa es la constante bandera que levantan los grupos opositores, cualesquiera que ellos sean. Una vez que llegan al gobierno se olvidan de su prédica anterior. La misma técnica aún continúa. Esta situación no retarda el adelanto cultural y económico. La clase dirigente coincide en las soluciones generales que convienen al país, señaladas por sus grandes hombres, publicistas y políticos desde Alberdi hasta Sarmiento, desde Mitre hasta Avellaneda".


LAS PRÁCTICAS POLITICAS


La aplicación de la política del acuerdo hacia imprescindible que los arreglos electorales que realizaban los notables se impusieran al resto del electorado. La forma de imponerlos era, lógicamente, apelando al fraude.

El fraude electoral era una pieza clave del sistema político al que se podía apelar con confianza debido a que la participación política estaba restringida prácticamente a los miembros de la elite y a muy escasos sectores de los estratos medios urbanos.

La reducida participación política y electoral ha sido reflejada por diversos autores y testigos. David Rock estima que en el año 1910 solo un 20%, aproximadamente, del total de la población masculina nativa participaba realmente del juego electoral, cifra que se reducía a un mero 9% si se tomaba en cuenta a los inmigrantes. Una cita de Domingo F. Sarmiento, testigo calificado de la época, permite reforzar tal apreciación: "sobre 187.000 habitantes -de la ciudad de Buenos Aires-, con 12.000 votantes, hubo en la ciudad 2.400 registrados, de los que solo votaron 700" . Como se verá en el capítulo tercero esta situación no se modificó, ni aún después de la sanción de la Ley Sáenz Peña.

El fraude se llevó a cabo por distintos procedimientos, que cambiaban con el tiempo, pero siempre estuvo acompañado de algún grado de violencia. Podría decirse que la violencia estaba en relación directamente inversa al grado de organización del acto electoral. Cuanto mayor improvisación mayor apelación a la violencia para imponer el fraude. Al mejorar la organización de los comicios el fraude fue tomando un carácter más “burocrático” y se resumió al falseamiento liso y llano de los resultados comiciales.

Podría decirse que ante una elección, el fraude se realizaba en tres momentos o etapas distintas. Durante la realización de la votación tenía lugar el “fraude comicial”, luego de realizada la votación tenía lugar el “fraude poscomicial” y finalmente se realizaba el “fraude burocrático”.

Lo que hemos denominado “fraude comicial” se inició con la intimidación de los votantes, en tiempos de las luchas entre “chupandinos” y “pandilleros” en las elecciones del Estado rebelde de Buenos Aires, y fue evolucionando hasta convertirse, en tiempos del Centenario, en una compra lisa y llana de votos.

El fraude comicial tenía lugar durante la realización de la votación y consistía en imponer un candidato por la fuerza. Era bastante sencillo de realizar porque el “voto era oral”, o sea que los votantes lo expresaban verbalmente a las autoridades del comicio para su registro y en esta forma tomaba carácter público.

Este sistema de votación no estaba concebido para el exclusivo propósito de cometer fraude sino que respondía a la realidad de un país poco evolucionado, donde –según el primer censo realizado durante el gobierno de Sarmiento- solo un tercio de la población sabía leer y escribir. En el cual las autoridades nacionales carecían de registros confiables sobre la identidad y lugar de radicación de los potenciales electores, lo que obligaba a recurrir a la formación de “comisiones empadronadoras” para confeccionar el padrón de cada elección.

Tomando en cuenta que las preferencias electorales del votante se hacían públicas, que la intimidación y la violencia estaba siempre presente, que se manipulaban las candidaturas y que cuando esto no era suficiente los poderosos apelaban al fraude poscomicial o al burocrático, es probable que sectores importantes del electorado prefirieran no arriesgarse en una votación que no respetaría sus preferencias, en especial cuando el sufragio no era obligatorio.

Debe aclarse que incluso el voto oral sufrió una evolución en su aplicación. En un principio fue “por aclamación”. En el atrio de la Iglesia –el único edificio “público” lo suficientemente difundido en la campaña por ese entonces- convertida en recinto electoral, los votantes se dividían en dos grupos. El grupo más numeroso y bullicioso se convertía en el triunfador. Es conocido el episodio de la "elección de los sombreros" cuando en Buenos Aires, en Plaza Miserere, se había convocado a los correligionarios de Domingo F. Sarmiento y de Adolfo Alsina para que manifestasen su preferencia sobre cual de los dos debía encabezar la fórmula presidencial en el año 1868. La gente se congregaba bajo el retrato de Sarmiento, ubicado a la sombra, porque el retrato de Alsina soportaba los rayos de un fuerte sol.

Un tiempo después la votación se hizo individual y cada votante se aproximaba a las autoridades de mesa y manifestaba su preferencia en forma verbal. Incluso, en una etapa posterior, el votante podía entregar un papel a las autoridades con el nombre de su candidato escrito en él. En esta forma el voto permanecía secreto para el resto de los votantes, pero no para las autoridades de mesa y los fiscales, especialmente en una época de comunidades pequeñas donde todos los vecinos se conocían y también sus preferencias y fidelidades políticas.

Este sistema de votación era el que mayores abusos posibilitó, de allí las luchas que llevó a cabo el radicalismo para imponer el voto secreto. Bastaba que un grupo o “partida” armada se presentara al lugar de votación para inclinar la votación a favor del candidato de sus preferencias.

En esas ocasiones hacían su aparición los “caudillos electorales o gauchos matones”. Personajes marginales, siempre al borde de la ley, eran herederos de la tradición del “gaucho malo” retratado por Sarmiento, en su “Facundo” y que Jorge Luis Borges nos describe a través del personaje de “Rosendo Juárez”.

Los caudillos electorales desarrollaron sus correrías en los locales electorales de todos los distritos, en la campaña y en las ciudades. Se convirtieron en instrumentos necesarios para la realización del fraude, como una suerte de protagonistas de trastienda de la política argentina de fin del siglo XIX.

Algunos autores, como Samuel Eichelbaum en su obra “Un guapo del 900”, evocan al caudillo electoral como un arquetipo de lealtad hacia su protector hasta el límite de sus actos; otros, como un hombre de lealtades difusas y cambiantes que mutaban, según las circunstancias. Lo cierto es que las relaciones entre los caudillos electorales y sus patrones o protectores políticos eran muy difusas y en más de una ocasión terminaban en oscuras traiciones.

El prototipo de estos personajes de urna y cuchillo fue el mítico “Juan Moreira”. Juan Blanco –tal era el nombre real de Moreira-, era un gaucho analfabeto que trabajo como resero, domador y peón hasta que un día se “disgració” al matar a un pulpero por una deuda. Convertido en fuera de la ley, en un comienzo estuvo al servicio del doctor Adolfo Alsina, de quien ofició de guardaespalda. El mismo Alsina le regalo, en retribución por su lealtad y servicios, la famosa daga con la cruz en forma de “U” y empuñadura de plata y oro que hoy se encuentra el en Museo de Luján. Más tarde Moreira se puso al servicio de los mitristas. Precisamente al servicio de los mitristas protagonizó el incidente más recordado, que provocó el fin de sus correrías. El día antes de las elecciones para diputados nacionales del 1º de enero de 1873, llevó a cabo un épico duelo criollo a cuchillo con el caudillo de los alsinistas, José Leguizamón a quien mató de una puñalada. Luego pasó la noche bebiendo, disparando y aterrorizando, junto a sus hombres, al pueblo de Lobos.

Moreira era imbatible en los comicios en que intervenía. Pero, esta sería la última tropelía del gaucho malo. Un grupo de dirigentes alsinistas se concertó para capturarlo, comenzando por el propio doctor Adolfo Alsina, el gobernador alsinista de la provincia de Buenos Aires, Dr. Mariano Acosta, y su jefe de Policía Enrique O’Gorman. Después de una larga persecución Moreira fue acorralado por una partida policial al mando del capitán Eulogio Varela en la pulpería “La Estrella” y resultó muerto al resistirse al arresto.

Estos caudillos provenían de los más variados orígenes sociales. Pequeños hacendados, mayordomos de estancia, comerciantes y, en muchos casos, ex miembros de las disueltas milicias provinciales. Algunos de ellos desempeñaban cargos políticos que iban desde una modesta jefatura de policía en la campaña a las más expectables bancas legislativas. La mayoría se conformaba con ejercer influencia y poder en la región, dejando los cargos en manos de los más avezados de sus seguidores. Dependían, desde luego, de los favores de los hombres prominentes del régimen pero la presencia del caudillo fue un hecho innegable y todos los gobernantes se vieron obligados a tolerar y presencia cuando no a recurrir a estos mediadores que conservaban un grado de autonomía nada desdeñable.

Son tiempos de facón y coraje. Ningún apoyo popular legitima el ejercicio del poder. Monseñor Francheschi ha evocado esa etapa, alrededor de 1890. Recuerda que los días de elección, las madres vedaban a sus hijos la salida de la casa y en los barrios populares se cuchicheaba de puerta en puerta los incidentes reales o imaginarios ocurridos en los atrios más bravíos. Las parroquías de San Telmo, La Concepción, Montserrat o Balvanera eran en Buenos Aires escenario de los más graves incidentes entre oficialistas y opositores.

En las elecciones para diputados de 1874, según nos relata Miguel Angel Cárcano, en la parroquía de Balvanera, los alsinistas armaron un carro desde donde hacían fuego a los nacionalistas. Los miembros de la mesa electoral se refugiaron en la iglesia, de donde los rescató el caudillo alsinista Leandro N. Alem, llevándolos a los comicios para continuar la elección, y, finalmente, no disponiendo de la llave de la urna, la partieron con un hacha para efectuar el escrutinio que dió el triunfo a los alsinistas. En esa misma ocasión, al parecer Leandro N. Alem, hizo adelantar la hora del reloj de la iglesia para anticipar el cierre del comicio. Estas violencias se repetían en el interior con contornos todavía más dramáticos que en la ciudad capital.

"Vino un momento –explica Cárcano- en que el facón perdió su crédito y fue reemplazado por un fraude descaradísimo y por la compra de votos. Difundióse más y más el régimen de la empanada y de carne con cuero, agregado al negocio de las libretas".

Este peculiar cambio en los procesos de control fue, para muchos, un signo de progreso. "No hay voto más libre que el voto que se vende", exclamaba Carlos Pellegrini en la Cámara de Diputados en 1906; y observaba "que en la materia se encontraba -desgraciadamente tan sólo en la Capital- en una etapa de progreso por la que habían pasado las grandes democracias. Si se torcía con dinero la voluntad popular, era porque resultaban insuficientes la intimidación y la violencia". Para comprar votos se pusieron en práctica métodos más refinados, perfeccionados a medida que los adelantos tecnológicos facilitaron comunicaciones rápidas y eficientes desde los comités electorales.

A ese propósito, era necesario vincular los fiscales de las mesas con los comités parroquiales. "El sufragante recibía, después de haber depositado su voto, un vale o tarjeta del fiscal del partido oficial y con él cobraba en el comité, diez, quince o veinte pesos, según lo tratado... En otras circunscripciones se valían de señas o marcas puestas en la libreta, tendientes a mismo fin". Los comités de parroquia llevaban la cuenta exacta de los votos venales, que era transmitida a los comités centrales por medio de circuitos telefónicos, con lo que se favorecía la regulación del mercado electoral según las necesidades de cada comicio.

Con el voto comprado se cerró el círculo del fraude electoral. Los pasos que relatan estas páginas coexistieron -conviene recordarlo- en diferentes circunstancias de tiempo y lugar. Así surgen pintorescos caudillos electorales, que manejan centenares de votos, como el imbatible Pedro Cernadas, de Balvanera, que solía fotografiarse rodeado por sus fieles guapos. Pero quizá el prototipo de estos personajes fue el "gringo" Cayetano Ganghi, un italiano, nacido en Nápoles.

"Don Cayetano Ganghi era -escribe Jorge Abelardo Ramos- un personaje verdaderamente pintoresco y florido producido por la era del voto venal. Vivía frente a la Plaza de Flores en un barrio de burguesía y pequeña burguesía acomodada, en una gran finca. Hablaba un castellano cocoliche, pero vestía como un dandy: su perla fina en la corbata, sus bigote a lo kaiser -el modelo de época-, su chaleco con filete blanco, sus guantes color patito revelaban a un radiante arribista en los altos círculos de la política nacional. Aunque se le suponía analfabeto, gozaba de un poder electoral inmenso. Tenía la reputación de ser el mayor acaparador de libretas cívicas.

El día de los comicios las enviaba con sujetos de su confianza para votar por el candidato que él indicara, sin que los dueños reales de ellas concurrieran al comicio". "Roca es un poroto a mi lado -escribía Ganghi a Sáenz Peña- tengo dos mil quinientas libretas". "Abusando de su dudoso castellano, el caudillo Ganghi tutea a los más grandes políticos y personajes de la vida oficial y dispensa favores desde el almacén Socino, en Paraná y Corrientes, donde establece su cuartel general." "-Che, mañana tengo que comer con Benite" -refiriendose al Dr. Benito Villanueva-. A un postulante le responde: "- Hoy te arreglo la cosa cuando almuerce con Pepe..." "Pepe" es el Presidente de la Nación, Dr. José Figueroa Alcorta. Al ser presentado por primera vez a Carlos Pellegrini, éste lo mira con cierta desconfianza. Advertido el caudillo de la reticencia de Pellegrini, abre una valija que traía consigo, repleta de libretas cívicas y le dice "-Io sono o non sono, dottore, el gaudillo posetivo?".

La Argentina de los notables también tuvo un espacio para hombres como Cayetano Ganghi. Torcuato Di Tella nos señala que personajes de este tipo eran frecuentes en los Estados Unidos. Allá proliferaban los individuos que facilitaban a los inmigrantes sus trámites para hacerse ciudadanos, esperando obtener a cambio sus votos. Los partidos estadounidenses eran los que organizaban estas actividades.


En algunos casos el “fraude comicial” se completaba con “fraude poscomicial”. El fraude poscomicial comprendía un conjunto de procedimientos que se utilizaban cuando habían fallado todos los intentos de torcer la voluntad de los electores en el momento de sufragar. Estos procedimientos usualmente consistían en la sustracción y vaciamiento de urnas que se completaban con la incorporación de votos de otro partido y la modificación de los escrutinios reales. En algunas ocasiones este tipo de fraude requería del uso de la violencia, pero siempre en grado menor que en la comisión de fraude comicial.

La tercera y última modalidad que asumía el fraude electoral durante la vigencia del estilo político de los notables era mucho más sutil y efectiva, comprende lo que denominamos como “fraude burocrático”.

El fraude burocrático comenzaba días antes del comicio con la falsificación de boletas de calificación o libretas de enrolamiento, tramitando falsos cambios de domicilio y adulterando los padrones. En algunos casos la manipulación de los padrones consistía en excluir a los opositores conocidos del proceso electoral registrándolos bajo la figura jurídica de “suspensión de ciudadanía” prevista en la legislación electoral. En otros se incluía en el padrón a personas muertas o ficticias. Sabsay y Etchepareborda nos presentan el siguiente ejemplo de manipulación de padrones. En 1912, existían en la provincia de Buenos Aires dos padrones, el provincial y el militar surgido por aplicación de la Ley Sáenz Peña. Veamos lo sucedido en dos localidades de esta provincia, Lincoln y Pila:

Localidad Padrón militar para las elecciones nacionales Padrón para las elecciones provinciales Votos en la elección provincial del 31/3/1912 Votos en la elección nacional del 7/4/1912
Lincoln 2.573 4.049 3.117 1.814
Pila 533 1.132 549 312

Estas cifras indican la existencia de falsos empadronados en ambas localidades.

Finalmente, como último recurso, se ponía en movimiento el prolijo trabajo de funcionarios que oficiaban de "raspadores", los cuales, con infinita paciencia no exenta de discreción, borraban y suplantaban el nombre del electo por los votantes por el del candidato oficialista. A estos legisladores, Pelagio Luna los llamaba "diputados por raspadura".

En esto, como en otras gamas de la ilicitud, la imaginación literaria es más pobre que la realidad; sin embargo, el arte de ficción ha revivido muchos de aquellos hechos que la historia no se detuvo a pormenorizar. Algunos episodios -que orillan en lo anecdótico- ilustran sobre estas prácticas, como el que se atribuye a un gobernador que respondiendo a pedidos de informes de sus correligionarios de la ciudad de Buenos Aires telegrafió: "Elecciones tranquilas. Triunfo asegurado. Enemigo huye despavorido por los montes".

Lo descripto hasta este momento -como bien señala Natalio R. Botana- constituye un primer nivel de manipulación de la actividad electoral. Queda en pie, todavía, otra instancia que se sitúa en un escalón más alto. Para el caso, quién mejor que don Benito Villanueva, en aquella circunstancia senador por la Capital, para servirnos de guía en este ascenso hasta la cima.

El recuerdo de Don Benito nos traslada hasta la localidad de Vicente López, en la provincia de Buenos Aires, un día de comicio: "Veinte o treinta vecinos desocupados tomando mate y cinco o seis escribientes, volcando padrón como se dice en el caló electoral, hasta obtener la suma de 760 votantes... Es para estas elecciones, para las que no se necesita dinero; porque con cincuenta o cien pesos que entregue cada candidato, basta para enviar los emisarios o agentes que vayan y vuelvan a los partidos o departamentos donde debe simularse la elección, trayendo a la Capital el balurdo electoral o sea las actas del comicio".

El balurdo electoral eran las actas con las que se clausuraba el comicio. Así existieran actas de votantes o urnas para depositar la papeleta del sufragio, una vez terminada la elección las autoridades que presidían las mesas escrutadoras hacían el recuento de votos y votantes, certificaban la cantidad al pie del acta y por último proclamaban en forma pública a los candidatos triunfantes.

Estos documentos se enviaban a las legislaturas o a las Juntas Escrutadoras Provinciales que hacían el escrutinio definitivo, consignaban las denuncias y protestas acerca de las irregularidades y elevaban los resultados a la Cámara de Diputados -cuando se trataba de la elección de sus miembros- o al Congreso Nacional si el comicio tenía por objeto designar electores para presidente o vice.

Entonces concluía la operación, porque los jueces inapelables de las elecciones eran los congresos de cada provincia. Desde las municipalidades hasta las instituciones nacionales, cada asamblea legislativa juzgaba las elecciones que se efectuaban para renovar a sus miembros: los consejos deliberantes, las legislaturas provinciales, la Cámara de Diputados, el Congreso Nacional en pleno.

Este procedimiento, consagrado por la Constitución Nacional, traía como resultado que los cuerpos legislativos consagraban, en los hechos, a los representantes cuando verificaban los escrutinios. No existía representante presumible antes que la elección fuera aprobada, ni tampoco se garantizaba al electo su derecho para ejercer la defensa en juicio si su elección hubiese sido discutida o impugnada.

El control de las asambleas legislativas gozaba, por lo demás, de la protección adicional del sistema judicial. La justicia federal tenía competencia para intervenir en actos violatorios de las leyes nacionales cuya aplicación correspondía a los tribunales de la Nación, pero era incompetente para juzgar los abusos de autoridad cometidos por funcionarios provinciales, penados por el código ordinario, que se radicaban en los tribunales de provincia.

La justicia federal podía intervenir, tan sólo, en los casos de fraude vinculados con las elecciones de diputados nacionales y de electores para presidente y vicepresidente. En las irregularidades acaecidas con motivo de las elecciones municipales, de legisladores y de gobernadores provinciales, actuaban los tribunales de provincia; y como los senadores nacionales eran electos por las legislaturas provinciales, poco y nada tenía que hacer en ese terreno la justicia federal.

El título de senador derivaba en efecto, de la elección practicada por las legislaturas; el título de legislador provincial provenía de una elección realizada en su distrito que controlaba la misma legislatura; y los tribunales de provincia juzgaban los abusos a que podía dar lugar esta elección.

El gobierno de turno confecciona el padrón electoral y domina los comicios. La oposición tenía cerrados todos los caminos hacia el poder; le quedaba la opción entre el acuerdo y la rebelión. De ahí la constante presencia de rebeliones, exitosas o no, en la historia del siglo XIX, a escala nacional, provincial o municipal. Era tiempo de hombres y no de partidos, de prestigios personales más que de programas. Prevalecía la fuerza y el control del aparato electoral sobre el carisma popular de los dirigentes políticos.

La única manera pacífica de cambiar la "situación", el predominio exclusivo de una facción, consistía en llegar a un pacto entre los notables de los partidos en pugna para definir el campo de acción de cada grupo. Un ejemplo de este tipo de acuerdos se encuentra en la Conciliación proyectada en 1877 entre el Partido Autonomista, entonces en el poder, y los nacionalistas de Mitre que ejercían una cerrada oposición. La Conciliación ocurrió durante la presidencia de Nicolás Avellaneda y de no haber fallecido uno de sus gestores, el doctor Adolfo Alsina, quizá se hubiera evitado la cruenta rebelión de 1880.


LA ERA DEL ROQUISMO


Quizá parezca un abuso resumir cuarenta años de la historia política argentina, es decir, el período comprendido entre 1880 y 1916, bajo en nombre de Julio A. Roca. Pero, si tenemos en consideración que los argentinos siempre nos hemos inclinado por la adhesión a las personas más que a los partidos, entonces nadie mejor que Roca para nombrar el período político de la Argentina de los notables.

Entre 1880 y 1886 transcurrieron los años constitutivos del régimen roquista. Durante esos mismos años, por otra parte, se consolidó definitivamente la unidad territorial e institucional del país. En ese período, la importancia de la figura del joven presidente Roca fue un hecho innegable. También resultó indiscutible el predominio político alcanzado por el Partido Autonomista Nacional.

Las elecciones presidenciales de 1886 resultaron una cómoda disputa entre las facciones internas del Partido Autonomista Nacional ante la escasa resistencia de una oposición protagonizada por los Partidos Unidos. La disputa interna se resolvió, con bastante facilidad, a favor de la facción del PAN que contaba con las abiertas simpatías de Roca.

"Será presidente el marido de la hermana de la mujer de Roca", fue el sarcástico comentario de Domingo F. Sarmiento que la realidad se encargó de refutar. Miguel Angel Juárez Celman, concuñado de Julio A. Roca, distó de ser el personaje dócil que habían pronosticado por igual sus partidarios y adversarios.

Con la ayuda de unos años particularmente prósperos, Juárez Celman comenzó bien pronto a desintegrar las bases en las que se sostenía el poder y el prestigio de Roca y de ese otro gran político autonomista que fue Carlos Pellegrini. Las situaciones provinciales fueron controladas paulatinamente por los hombres del juarizmo y hacia 1889 la figura de Juárez Celman dominaba totalmente las estructuras gubernamentales y del partido oficialista. El delfín del presidente, el Dr. Ramón J. Cárcano, parecía marchar triunfante a la sucesión presidencial de 1892.

Eran los años del controvertido "unicato", época en que la estrella de Julio A. Roca parecía apagarse irremediablemente ante el empuje de las fuerzas juaristas.

No obstante, la economía, que tanto ayudó a Juárez Celman, término por jugarle una mala pasada. La crisis de 1890 hizo tambalear al régimen y la rebelión del mismo año término por derribarlo. Roca y Pellegrini volvieron a emerger como las principales figuras del partido oficialista. Hacia ellos, efectivamente, se dirigieron las miradas de los principales dirigentes autonomistas que no habían vacilado, años antes, en darles la espalda volcando su apoyo en la ascendente figura de Juárez Celman.

Este retorno a posiciones de liderazgo se hacía, sin embargo, en condiciones mucho más duras que las que habían prevalecido durante la primera presidencia de Julio A. Roca. A Carlos Pellegrini le correspondió gobernar al país en uno de los períodos más agitados y tensos del proceso histórico nacional. Durante los veintiséis meses que desempeño la presidencia sus funciones fueron absorbidas por la lucha contra la sedición y la bancarrota. La crisis había vigorizado y unificado la hasta entonces débil y fragmentada oposición al Partido Autonomista Nacional. Una nueva agrupación, la "Unión Cívica", amenazaba la que había parecido hasta entonces una indestructible fortaleza política. Reseñando el clima de esa época diría Paul Groussac: "El otoño de 1891 señala una hora crítica de la historia argentina. Puede decirse que se jugó día a día la suerte del país, sin que por momentos acertaran los espíritus serenos a fijar el rumbo".

Más grave aún, las fuerzas que debían defender el bastión autonomista se habían resquebrajado notoriamente como consecuencia de las tensiones creadas entre roquistas y juaristas. Los partidarios de Juárez Celman, con el apoyo de algunos grupos católicos formaron el "Partido Modernista" proclamando amenazadoramente la candidatura de Roque Sáenz Peña para la presidencia de la república.

Durante este complejo período -1890/1895- Roca desplegó, con la inestimable ayuda de Carlos Pellegrini, la impresionante variedad de recursos que caracterizó su paso por la política argentina. El "zorro" reaparecía con toda la astucia y con su inigualable audacia política.

Por un lado, mediante el acuerdo logrado con el ex presidente Bartolomé Mitre -1891- dividió en dos bandos irreconciliables -"Unión Cívica Nacional y Unión Cívica Radical"- la poderosa conjunción de fuerzas opositoras. Por el otro, destruyó las posibilidades del grupo modernista al proclamar la candidatura presidencial de Luis Sáenz Peña, forzando de esa manera a su hijo Roque a renunciar a sus aspiraciones políticas.

Claro que una cosa es destruir las posibilidades de las fuerzas políticas alternativas y otra muy distinta es cimentar el éxito propio sobre bases duraderas.

Las concesiones hechas en el camino condujeron naturalmente a la notoria debilidad que caracterizó la presidencia de Luis Sáenz Peña. Producto de una coalición muy inestable, el gobierno se vio sacudido por una serie de crisis institucionales de suma gravedad.

En 1893 la oposición radical provocó un vendaval sedicioso que hizo trastabillar a más de un gobierno provincial, y obtuvo también triunfos electorales significativos en la Capital Federal y en la provincia de Buenos Aires. Después de este período tormentoso, el régimen comenzó recién a consolidarse luego de la renuncia de Luis Sáenz Peña y de la asunción de roquista José E. Uriburu a la presidencia de la Nación.

Faltaba, sin embargo, un paso más: las perspectivas electorales del oficialismo eran amenazadas por la posible unión de los viejos aliados de 1890 -radicales y mitristas- en una poderosa coalición política. Coalición a la que Carlos Pellegrini llamaba "la política de las paralelas" como clara alusión a la incompatibilidad entre los viejos aliados del "Parque", en 1890.

Nuevamente, la táctica del régimen consistió en separar al enemigo, tarea para la cual contó con la no muy disimulada ayuda de Hipólito Yrigoyen. La alianza no sólo no se materializó, sino que los radicales se dividieron en dos facciones: "bernardistas", seguidores de don Bernardo de Irigoyen que apoyaban la coalición, e "hipolistas", partidarios de Hipólito Yrigoyen que se oponía a la misma.

Consecuencia de estos sucesos fue que el camino quedara libre de obstáculos para la reelección de Roca como presidente de la república en 1898. La década de los años noventa había expuesto al máximo el enorme caudal de recursos que Julio A. Roca podía desplegar en los momentos críticos. Durante todo el período Roca contó con la ayuda inestimable de Carlos Pellegrini, el hombre fuerte del régimen en la poderosa provincia de Buenos Aires. La mención es pertinente porque el nuevo ciclo de dificultades que debió enfrentar Roca surgió de su rompimiento con Pellegrini, producido al comenzar el nuevo período presidencial.

Hacia el final de su presidencia Julio A. Roca, distanciado de Pellegrini por un incidente menor que el tiempo y la intransigencia de los actores convirtió en un escollo definitivo, debió desplegar toda su astucia y habilidad para impedir que su viejo aliado lo sucediera en el cargo. La maniobra consistió en sustituir una confrontación electoral abierta el tradicional "acuerdo".

El propósito se logró con la convocatoria de una multitudinaria y pintoresca "Asamblea de Notables" que finalizó su cometido proclamando la candidatura presidencial de Manuel Quintana, un prestigiosos político de origen mitrista. La fórmula se completó con José Figueroa Alcorta, dirigente autonomista cordobés proveniente del viejo juarizmo.

Como lo demuestra el origen político de los candidatos, Roca se había visto obligado a transar nuevamente, en un esfuerzo por detener las aspiraciones presidenciales de Carlos Pellegrini. Esta vez, sin embargo, el viejo "zorro" de la política argentina no pudo volver a consolidar su posición como lo había hecho después de 1891. Carlos Pellegrini murió en 1906, pero sus seguidores se encargaron de demoler prolijamente el espectacular edificio político construido por Julio A. Roca durante más de dos décadas de vida institucional.

José Figueroa Alcorta dio los primeros pasos en este sentido luego de asumir la presidencia de la república como consecuencia del fallecimiento de Manuel Quintana. El nuevo presidente produjo estragos en dos formidables bastiones roquistas las situaciones provinciales y el Congreso Nacional. Esta tarea posibilitó la elección de Roque Sáenz Peña a la presidencia de la Nación.

Llegó de esta manera al poder uno de los más lúcidos opositores de Roca dentro del Partido Autonomista Nacional. Ministro de Juárez Celman en la década de los años ochenta, candidato presidencial de los "modernistas" en 1892, partidario de Carlos Pellegrini al despuntar el siglo XX, Sáenz Peña en el poder fue el indicador más claro de la desaparición de la influencia de Roca en el escenario político nacional.

Roque Sáenz Peña sancionó en 1912 la reforma electoral que lleva su nombre y modificó así sustancialmente las reglas del juego vigentes en materia institucional, poniendo fin de esa manera al ciclo político de la Argentina Liberal donde el general Julio Argentino Roca era la figura central desde 1880.

LA OPOSICION

Es imposible concluir este análisis del régimen político de la Argentina de los notables sin antes hacer algunas referencias a las fuerzas opositoras. En principio debemos aclarar que hasta la sanción de la Ley Sáenz Peña en 1912, la oposición – tal como señala Gallo a quien seguimos en esta reseña- sólo abarcó a un grupo reducido de la ciudadanía. Una de sus características principales fue el número limitado de simpatizantes que fue capaz de movilizar de modo que su clientela política fue similar, en este sentido, a la del oficialismo.

Pero la clientela del Partido Autonomista Nacional fue más permanente y más extendida en el territorio nacional. Este comentario es válido para casi todo el período y para las dos agrupaciones más importantes de la oposición, el radicalismo y el mitrismo, y con mucha más razón para las agrupaciones de carácter regional. El socialismo, por ejemplo, fue un partido político casi exclusivamente municipal, es decir que su influencia política se limitó a los trabajadores de origen inmigratorio residentes en la Capital y aún dentro de ese ámbito fue particularmente pequeño hasta 1912.

La oposición tropezó con la barrera levantada por la marcada indiferencia política de la población. Indiferencia que tenía su origen en la no obligatoriedad del voto, la práctica reiterada del fraude electoral que burlaba sistemáticamente las preferencias de los electores y la violencia que rodeaba los actos comiciales. En este marco la oposición sólo fue capaz de movilizar a la población en muy contadas ocasiones y, aún en estos casos, en forma muy limitada.

El período de mayor agitación política fue el del primer quinquenio de la década de los años noventa, durante el cual las fuerzas opositoras organizaron importantes manifestaciones callejeras, produjeron levantamientos cívico - militares y triunfaron en alguna que otra elección.

La extensión del movimiento, sin embargo, se limitó a unas pocas provincias y sólo en la de Buenos Aires y en la Capital el fenómeno tuvo alguna continuidad. Fue en estos distritos, en efecto, donde se produjeron las victorias electorales de la oposición, pero un análisis de esas elecciones muestra que la participación electoral fue muy baja -entre el 20 y 25%- y que existió una llamativa igualdad en el caudal electoral de las principales fuerzas actuantes -autonomismo, radicalismo y mitrismo-.

Después del ciclo revolucionario de los años noventa, la política argentina volvió a sus cauces tradicionales. Comenzó a estar nuevamente caracterizada por la indiferencia de la gran mayoría de la población. Salvo en casos esporádicos, la oposición no fue capaz de movilizar a grupos importantes, ni siquiera en el período anterior a la Ley Sáenz Peña.

Las manifestaciones que tuvieron lugar en la ciudad de Buenos Aires no fueron organizadas, en esa ocasión, por las agrupaciones políticas sino por los sindicatos anarquistas nucleados en la "Federación Obrera Regional Argentina " -FORA-. Como se sabe, uno de los principales fundamentos de la "FORA" anarquista fue su total rechazo a cualquier forma de vinculación con los partidos políticos.

El segundo aspecto que debe tenerse en consideración se refiere a las relaciones entre los grupos o sectores socioeconómicos y las agrupaciones políticas. Estos grupos se manifestaron en esos días de manera mucho más clara que en la actualidad.

Gallo menciona un claro ejemplo de estas relaciones, en 1894, por ejemplo, el comercio de la ciudad de Rosario se manifestó en pleno contra la candidatura a la gobernación del autonomista Luciano Leiva. Cuando se conoció el carácter fraudulento del triunfo de Leiva, todo el comercio de Rosario cerró sus puertas en señal de protesta. Ni siquiera las empresas extranjeras se abstuvieron de tomar parte en tan clara manifestación política.

Este ejemplo no fue, de ninguna manera un caso aislado en esta época. En ciertas ocasiones la vocación política de estos grupos se canalizó a través de las agrupaciones existentes. Tal es el caso del citado comercio rosarino con la "Liga del Sur" dirigida por Lisandro de la Torre, de los colonos del centro de la provincia de Santa Fe con el radicalismo o de los estancieros bonaerenses reunidos en la "Liga Agraria" con el autonomismo pellegrinista -el llamado "partido vacuno"-.

Este tipo de alianzas fue, sin embargo, de carácter excepcional. En líneas generales, los grupos de interés socioeconómico tuvieron estrechos lazos con todas las fuerzas políticas de alguna importancia. Vacilaron muchas veces entre el apoyo a una u otra y cuando lo hicieron no fue a partir de las diferencias programáticas que pudieron haber existido entre ellas.

Lo que movió a los grandes empresarios nacionales y extranjeros a oponerse acerbamente al oficialismo entre los años 1890 y 1895, fueron las dudas sobre la honestidad y eficacia administrativa de la élite gobernante. Cuando en muchas ocasiones apoyaron al Partido Autonomista Nacional fue porque ninguna agrupación política les aseguraba como el oficialismo una continuidad y solidez institucional que era indispensable para la buena marcha de los negocios. Debe tenerse en cuenta, además, que muchas veces, la causa de la afiliación individual a alguna agrupación política fue la tradición familiar o razones de orden meramente afectivo.

La causa principal de esta situación fue, sin duda, la similitud entre los objetivos programáticos de las agrupaciones políticas partiendo de la base ideológica común que otorgaba el liberalismo librecambista imperante en la época. En materia económica no había mayores diferencias entre el Partido Autonomista Nacional y las principales fuerzas de la oposición. No puede decirse que no había ninguna, ya que el oficialismo siempre puso mayor énfasis en el tema económico y la oposición se atrincheró sobre todo en la problemática institucional.

Por otra parte, a través de su permanente adhesión al librecambismo y a la estabilidad monetaria, la oposición puso su mayor énfasis en políticas redistributivas del ingreso. Pero, aparte de estos matices diferenciales, las coincidencias entre las fuerzas antagónicas en este campo fueron muchas.

Una de las características más notables de la época fue la moderación de las agrupaciones políticas en el plano de las reivindicaciones económicas y sociales. Ya hemos señalado este rasgo en el caso de los mitristas y de los radicales. En menor medida, sucedió lo mismo con los socialistas argentinos que fueron bastante más moderados que los más tibios de sus correligionarios europeos. Ello se debe a que aún los socialistas no podían dejar de adherir al librecambismo de la época que había posibilitado la gran prosperidad y desarrollo de la Argentina durante ese período.

El Partido Socialista apareció en la República Argentina no como consecuencia de la industrialización y de la formación de una “conciencia de clase” en el naciente proletariado, tal como se había desarrollado en Europa. Sino en forma artificial, por influencia de los inmigrantes que conocíam y adherían a las ideas gremiales y sociales imperantes en Europa. En abril de 1895, los socialistas crearon su carta orgánica. Este documento propiciaba la organización sindical de la “clase trabajadora” y la solidaridad con otras organizaciones socialistas.

Su programa mínimo proponía, en lo político, el sufragio universal, sin distinción de sexo, el sistema electoral proporcional con representación de las minorías, la autonomía municipal, la justicia gratuita y jurado popular electivo para toda clase de delitos, la separación de la Iglesia del Estado, la abolición de la deuda pública y la supresión del ejército permanente; y en lo económico, la limitación y reglamentación de la jornada de trabajo, el salario mínimo, el descanso obligatorio semanal de treinta seis horas sin interrupción, la responsabilidad patronal en los accidentes de trabajo, la instrucción científica, laica, profesional e integral, gratuita y obligatoria; la abolición de los impuestos indirectos, el impuesto directo y progresivo sobre la renta, la supresión de la herencia en línea colateral e impuesto progresivo sobre las herencias en línea directa.

Más sorprendente aún es el caso de los anarquistas criollos cuya presencia mayoritaria en el movimiento obrero de la época fue un hecho incontrastable. La Federación Obrera Regional Argentina -FORA- fue durante la primera década del siglo XX, una de las mayores centrales sindicales. Los pequeños grupos anarquistas individualistas o de bakuninistas ortodoxos, no se cansaron de señalar el carácter reformista, y aún aburguesado de sus parientes enquistados en el movimiento obrero.

Estos rasgos moderados de la oposición parecen contradecir el carácter agresivo que caracterizó su paso por la política. Pero sucede que la violencia y la agresividad eran más una resultante de las costumbres de la época que del contenido de las ideologías y reclamaciones político sociales. Existía también otro factor que explicaba la violencia física y la agresividad verbal por parte de la oposición. Este factor no es otro que la profunda irritación que el peculiar estilo político del oficialismo provocaba en las filas opositoras.

El roquismo despertó el odio opositor por diversas razones, algunas de carácter permanente y otras basadas en episodios transitorios. Entre las primeras cabe señalar su tendencia permanente a monopolizar todo el poder, no dejando resquicio alguno para la participación de las fuerzas alternativas. Esta tendencia se manifestó en todos los niveles de la administración nacional y provincial, inclusive en momentos en que la pérdida de algún gobierno provincial o de unas pocas bancas legislativas no afectaban el predominio político del régimen.

Al mismo tiempo, muchas de las figuras del régimen minimizaron el valor de las contiendas cívicas, afirmando que lo que realmente importaba eran administraciones de órden que impulsaran el progreso material de la Nación. Eduardo Wilde, por ejemplo, en 1903, hizo uno de sus regulares ejercicios irónicos para revelar la influencia convergente de tres notables que él llamaba la "Trinidad gobernante": "Pellegrini, Roca y don Bartolo se han tomado la nación por su cuenta y constituyen un Gobierno real con las ventajas del mando y sin los desagrados consiguientes -esos son para mí-...". La baja participación electoral de la ciudadanía se constituía así en un indicador del éxito administrativo antes que en una muestra de la indiferencia ciudadana por la marcha de los asuntos públicos.

La presencia permanente de estos factores exacerbaba a los grupos opositores, exacerbación que llegaba al máximo en períodos de marcada corrupción administrativa o de escandalosos fraudes electorales. Este último era sin duda el factor irritativo por excelencia al ser el claro indicador de que el oficialismo estaba dispuesto a impedir la existencia de un sistema institucional que permitiera la alternativa de fuerzas políticas en el poder.

No es de extrañar, por lo tanto, que la artillería de la oposición se centrara en los vicios del sistema electoral vigente. Lo que interesa destacar, sin embargo, es que aún en este campo la furia opositora estuvo fundamentalmente dirigida al estilo con que los hombres del Partido Autonomista Nacional manipulaban las elecciones y no al análisis de sistemas electorales alternativos que imposibilitaran el fraude. Paradójicamente, las propuestas más interesantes y detalladas para modificar esta situación provinieron de hombres del oficialismo, como lo indican claramente los proyectos de Joaquín V. González de 1904 y de Indalecio Gómez de 1912.

El tono fuertemente moral de la prédica antiroquista se reflejó abundantemente en las páginas de la prensa controlada por la oposición. Los más importantes dirigentes opositores de la época observaron el mismo tono. Ejemplo de esta actitud fue la conmovedora advertencia de un anciano Domingo F. Sarmiento que, próximo al final de sus días, observaba impotente cómo el progreso material que tanto ansiara arrasaba imperturbable con virtudes cívicas que valoraba aún más. El mismo efecto produce la lectura de los discursos de un Leandro N. Alem, horrorizado ante lo que considera una monstruosa concentración del poder político que avasallaba las tradiciones federales de las provincias y los derechos individuales de la ciudadanía.

Tampoco es diferente la impresión que dejan las más cautas exhortaciones de Bartolomé Mitre sobre las virtudes de prácticas republicanas más austeras y tolerables, y las cáusticas referencias a ciertos vicios de la "política criolla" que se encuentran en los escritos del socialista Juan B. Justo. En muchas de estas manifestaciones se nota una marcada nostalgia por los tiempos más sencillos pero más virtuosos de los viejos enfrentamientos entre mitristas y alsinistas.

No fueron distintos los argumentos y valores sustentados por quien fuera el más formidable rival del régimen. Nos referimos, obviamente, a Hipólito Yrigoyen. Toda la retórica yrigoyenista está sobrecargada de consideraciones morales, de una explícita tentativa de enfatizar los polos concluyentes de virtud política: "el régimen", que resumía todo lo malo, y "la causa" que reunía todo lo bueno.

En el caso de Yrigoyen, la actitud se vuelve más extrema con su obstinada negativa a entrar en cualquier tipo de arreglos con el régimen, a evitar por todos los medios que el oficialismo contamine a su Unión Cívica Radical. La "intransigencia" fue la expresión política de esa manera de sentir, de ese rechazo sin dudas a todo lo que representaba el oficialismo. Como expresión cabal de una forma distinta de exclusivismo político, la intransigencia radical se convirtió en la contrapartida más lograda del régimen político de la Argentina de los notables.

No se trata de idealizar las virtudes de la oposición al régimen. Muchos políticos del Partido Autonomista Nacional creyeron genuinamente en la conveniencia de un sistema fuertemente centralizado y elitista, en la necesidad imperiosa de privilegiar el orden frente a las a veces caóticas manifestaciones del civismo. Muchos otros políticos oficialistas reprobaron los excesos de la época y propusieron diversas medidas para superarlos.

La prédica de la oposición, por otra parte, escondió muchas veces razones menos altruistas que las explicitadas, y sus hombres, como se ha visto, no fueron siempre ajenos a las prácticas electorales que tanto criticaron. En algunos casos, la crítica moral fue una simple racionalización de sofisticadas estrategias electorales. Después de todo, las diferencias no fueron tajantes como lo demuestran claramente los acuerdos públicos entre roquistas y mitristas o las menos visibles negociaciones entre el yrigoyenismo y los hombres del régimen.

Hemos querido señalar que los conflictos más significativos de la época fueron motivados por el peculiar estilo político de la Argentina en tiempo de los notables, y que en esos conflictos no estuvieron ausentes las razones de carácter cívico que hemos apuntado.

La Argentina de los notables no transcurrió exclusivamente en la contemplación de los formidables progresos materiales de la sociedad argentina. Pensar así sería ofrecer una visión distorsionada del período a la vez que privarlo de algunos de sus aspectos más conmovedores.

La oposición política, por importante que haya sido sólo excepcionalmente puso en peligro la estabilidad del sistema mediante la movilización de grandes masas ciudadanas. No las movilizó, sin duda, para lograr la sanción de la Ley Sáenz Peña en 1912; por el contrario, fue la reforma electoral la que estableció las condiciones que posibilitaron una ampliación en la participación de algunos sectores en la vida política argentina a partir de su sanción.

Cuando se exagera la importancia de la oposición, se ignora que el principal factor de inestabilidad para el sistema provino de las escisiones dentro del mismo. De estas rupturas ninguna tuvo un significado tan crucial como la que surgió del enfrentamiento entre Carlos Pellegrini y Julio A. Roca. Este conflicto concluyó con el largo predominio de Roca y llevó al poder a los hombres de la facción reformista del Partido Autonomista Nacional que terminaron por imponer la reforma electoral. Esta reforma fue, en consecuencia, el producto de una puja interna dentro de las filas del oficialismo; sólo marginalmente el producto de los reclamos de los partidos opositores.

Los hombres del régimen votaron esa ley pletóricos de entusiasmo, convencidos del triunfo de las fuerzas oficialistas en los comicios presidenciales de 1916. La realidad refutó contundentemente esas expectativas. El error en el cálculo provino de no considerar, entre otras cosas, lo que había sido una de las bases fundamentales del sistema: la presencia de una fuerte personalidad al frente del Poder Ejecutivo Nacional y/o del principal partido político.

Fue esa presencia la que mantuvo unidas a la multitud de agrupaciones regionales que componían al Partido Autonomista Nacional. En 1916, las tendencias naturalmente centrípetas del sistema se volvieron a manifestar y el oficialismo concurrió al comicio divido en dos candidaturas irreconciliables.

Es que en 1916 habían desaparecido las poderosas figuras de Julio A. Roca y Carlos Pellegrini, los poderosos líderes políticos de la Argentina Liberal alrededor de cuya jefatura se había estructurado ese formidable edificio de estabilidad política que fue el viejo Partido Autonomista Nacional.